En uno de sus largos viajes Joe Saturno -agente viajero, poeta y relojero- llegó hasta un olvidado pueblo -del cual nunca dijo su nombre- con el fin de reparar el reloj de la plaza central, el cual se había detenido tiempo atrás. Fue allá que conoció a sus extraños pobladores, emparentados ciertamente con los colibrí, las golondrinas y con la misma flor de los cerezos. Lo que tenían en común era la brevedad de sus vidas, detenidas a la vez dentro de una extraña eternidad. J.S. descubrió finalmente que todos aquellos aldeanos vivían el mismo tiempo de la floración de las sakura, los picaflores y las golondrinas. Es decir, que eran seres fugaces e ilusorios, viviendo cada quien dentro de su propio ritmo vital. El palpitar del colibrí era raudo y veloz. Vivía por tanto a mayor velocidad, lo que volvía breve su mágica y casi irreal existencia. A los seres que viven más deprisa que el colibrí no se les puede ver. Esto es porque su ciclo de nacer y morir es tan fugaz que desaparecen a otra dimensión, imposible de percibir por nuestros ojos humanos. La golondrina, por su parte, es menos breve, pero su vuelo es tal, que no se le ve más que unos cuantos días de migración al año. Al ver las flores caer a su paso, Joe Saturno recogió una rosa del cerezo y la prendió a su pecho aquella distante primavera. Quizá para que no muriera. (II) (“Los Diez Días de la Flor de la Vida” ©C.Balaguer)
El reloj detenido de la torre
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