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Un funeral vikingo

Mis propias experiencias en las velas de difuntos, digamos, no han sido lo mejor. Más allá del cariño que he podido atesorar por el QDDG, el ambiente que rodea el evento siempre ha sido algo tenso, aderezado con un café más negro que la conciencia de un político, acompañado pan dulce que te escapa a romper un relleno.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Recientemente, quizás porque ya me ven algo mayorcito, diversas representantes de camposantos me han llamado ofreciéndome los amables servicios de las empresas que representan: vela e inhumación o, para los más modernos, una discreta ceremonia de cremación con recipiente de cenizas incluido. Situación que me ha hecho reflexionar profundamente.


Mis propias experiencias en las velas de difuntos, digamos, no han sido lo mejor. Más allá del cariño que he podido atesorar por el QDDG, el ambiente que rodea el evento siempre ha sido algo tenso, aderezado con un café más negro que la conciencia de un político, acompañado pan dulce que te escapa a romper un relleno.


En mi caso particular, para más inri, por alguna casualidad estadística que no he logrado descifrar, los vasos de café -invariablemente de durapax- tienden a gotear por el fondo, de tal suerte que ya son innumerable las corbatas que han conocido los interiores de una Dry para eliminar la huella de su inoportuno goteo.


¡Que diferentes eran los velorios de nuestros antepasados! Las velas de nuestros bisabuelos y abuelos eran una cosa memorable. Por unos módicos honorarios, podías contar con un grupo de plañideras que pasaban llorando de 8 am a 11 pm (cobraban extra por nocturnidad), entre sollozos tan reales que hubieran convencido a cualquier cazatalentos. Rememoraban las cualidades -reales o supuestas- del difunto. Pero la cosa no terminaba ahí, los deudos se encargaban de que los asistentes estuvieran bien atendidos: repartían puros y cigarros en bandejas adecuadamente preparadas; acompañadas de generosos tragos de ron o chaparro. Y para los hambrientos, se circulaban generosas bandejas de panes con gallina y salsa, receta de la abuela.


Los asistentes jugaban al dominó o a las cartas y cuando lo situación se juzgaba oportuna, entraban los mariachis a tocar las tonadas preferidas de aquel que ahora se estaba viendo cara a cara con Caronte. Pero ahora las cosas, lamentablemente, en este era de pos-verdad, dictaduras eternas, troles y redes sociales, han cambiado demasiado… entonces, me dije a mi mismo, ¿Por qué no tener un funeral vikingo?


Según narra Ahmad ibn Fadlan, fue enviado desde Bagdad a realizar un viaje largo y peligroso por las tierras de los búlgaros, cuya capital se encontraba en un meandro del Volga. Fadlan jugó un rol tanto como proselitista islámico, agente comercial y diplomático, pero la realidad es que fue a la vez historiador y curioso, que, entre otras cosas de interés, nos narró cómo eran los funerales vikingos.


Cuando Ibn Fadlan supo que uno de los líderes rus había muerto, se esforzó por asistir al funeral. Lo primero que recuerda en sus memorias, es que el funeral era tan complejo que requería diez días completos, período en el cual, el cadáver se enterraba en una tumba temporal con un ajuar funerario provisional que incluía comida, bebida y un instrumento musical.


Durante esos diez días había festividades continuas en el campamento del difunto, con mucha comida, bebida y música, en la cual se desarrollaban actividades, digamos, algo subidas de tono, nada muy diferente a Woodstock. En ese período, se confeccionan los vestidos del cadáver, tan ricos, que podrían haber absorbido hasta un cuarto de la fortuna del difunto. Todo este proceso lo dirigía una mujer de mediana edad, algo entrada en carnes y de difícil temperamento, cuyo nombre, según Ibn Fadlan, significaba “El Ángel de la Muerte”.


El cadáver luego se ubica en un barco que ha sido previamente varado en la orilla del río Volga, utilizando maderos tallados en forma de hombres. Luego, se escogía de entre sus esclavos a una persona para que acompañara al difunto en su viaje. Usualmente se trataba de una persona del sexo opuesto; en este caso, se trató de una joven doncella. A partir de que fuera escogida se le trataba como “novia del difunto”, se despoja de sus ropas de esclava y se engalanaba con lujosos vestidos y joyas. Antes de la cremación del finado gozaba de todos los privilegios de la realeza, en términos de poder comer, hacer y beber lo que se le antojara.


Terminadas las festividades, el cadáver era llevado al barco junto a su “novia”, quien entre visiones extáticas rememoraba la línea hereditaria del difunto: “he aquí que veo a mi padre, a mi madre, a mis abuelos, a mis bisabuelos, a mis antepasadas que me invitan a reunirme con ellos en Valhalla”. Luego se acostaba al lado del difunto y el barco entero prendía fuego por mano de los deudos.


Dudo mucho que los actuales camposantos se animen a celebrar unos faustos como los descritos, la Defensoría del Consumidor dudo que lo permita… pero, aun así, me resisto a pensar que lo mejor que van a recibir las personas que lleguen a darme el último adiós, sea un pan dulce con jalea de maracuyá.

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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