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La señorita Toyita

La vida continuó su curso, dejando atrás esos deliciosos días que viví en la prepa. Pero el recuerdo de esa amable señora, cuyo nombre de pila no conocí, nunca me abandonó. No sé si ella tendrá la oportunidad de leer esta columna, pero creo que nunca es tarde para agradecerle que me haya introducido con tanto amor y cariño al mundo de las letras.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Así le llamábamos todos los alumnos de la prepa-B del Liceo Salvadoreño cuando entramos al colegio, en un lejano enero de 1977. Nunca supe el nombre de pila de esa noble mujer que, con profunda vocación de maestra, día con día nos enseñaba los rudimentos básicos de lo que eventualmente se convirtió para mí en el apasionante mundo de las letras. 

Una mujer robusta, pelo corto ensortijado, alta -al menos desde mi perspectiva, ya que en ese entonces era un chaparrito de seis años que la miraba para arriba-; vestida usualmente con un sencillo vestido con motivos florales; iniciaba la clase haciéndonos cantar alguna canción cristiana: “Alegre la mañana que nos habla de Ti…”, que cantábamos a todo pulmón, como si la vida se nos fuera en el intento.

Luego, ya formalmente sentados en nuestros minúsculos pupitres, sacamos el silabario “Coquito” con unas nítidas “A-B-C” impresas en su portada, que estaba ya algo gastada por mi incesante manoseo infantil de sus páginas. No puedo describir la alegría que sentí, cuando finalmente la parte reptiliana de mi cerebro abrió espacio para que entraran las letras y ese conjunto de tinta impresa tuviera sentido para mí. Finalmente pude leer de corrido “mi mamá me mima, mi mamá me ama”.

En mi mente tengo nítidamente grabado el momento en que entré corriendo a mi casa, viniendo del colegio para abrazar a mi papá para decirle: “¡papi, puedo leer! ¿Querés ver?”, a lo que el amable abogado respondió sentándome en sus rodillas para decirme, “ajá, dale”. La emoción y el orgullo que sentí al presumir ante ese gran hombre de letras que era mi padre, que su hijo chiquito también podía leer, superó con creces la obtención de títulos académicos que vinieron después a lo largo de mi vida.

Ese mismo día fuimos con mi papá a comprar mis primeros libros. Escogimos juntos uno de la historia de los dinosaurios con abundantes ilustraciones y letras grandes que facilitaban la lectura; pero ese mismo día también escogí otra lectura un tanto más juvenil, aunque siempre en formato de letra grande: “el jinete que vino del frío”, era uno de vaqueros. Ambos libros hicieron la delicia en aquellos tiempos de colegio en los que me quedaba dormido leyendo historias y aventuras.

De regreso al colegio, la señorita Toyita continuaba piloteando el barco que me adentraba al vasto océano de las letras, de la escritura y de la cultura. Me seguía corrigiendo con cariño cuando me equivocaba al leer algún párrafo. Tomaba entre la suya mi pequeña mano, para corregir el trazo de mi lápiz cuando quería reproducir en un cuaderno a doble raya, las letras que previamente había tenido la capacidad de leer.

Ahora que lo pienso, algo resulta curioso: no recuerdo haber visto enojada a la señorita Toyita, no recuerdo nunca que nos haya alzado la voz o que haya castigado o humillado a alguien en público. Supongo que ella, como persona, es lo que se define como un modelo de educadora.

Gracias a las letras, pude alimentar mi espíritu con la vitalidad que se deriva del conocimiento, que alimentó mi alma como la galleta que le dieron los Elfos a Frodo. Con las letras entré por la puerta que me hizo descender junto a Dante y Virgilio por los escabrosos círculos del infierno; me salpicó con salitre cuando navegué con ellas junto a Sandokán y los Tigres de la Malasia. Lloramos amargamente junto a Hernán Cortés bajo el árbol de la noche triste. Con ellos dejé de ser lector y me convertí en héroe, personaje, ademán y figura. Tan pronto mataba al dragón como besaba a Dulcinea, desmontaba a Lancelot o flechaba la manzana junto a Guillermo Tell.

La vida continuó su curso, dejando atrás esos deliciosos días que viví en la prepa. Pero el recuerdo de esa amable señora, cuyo nombre de pila no conocí, nunca me abandonó. No sé si ella tendrá la oportunidad de leer esta columna, pero creo que nunca es tarde para agradecerle que me haya introducido con tanto amor y cariño al mundo de las letras.

Creo que la señorita Toyita estaría muy orgullosa de saber que, desde que enseño a leer, los libros nunca se han separado de mis manos, a lo mejor hasta me pondría un sello con un osito sonriente en mi tarea. 

Abogado, Master en leyes/@MaxMojica

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