Réquiem por un amigo del mundo, de los pájaros, de los árboles, de las cumbres y los mansos y buenos artesanos de un poblado florido, como lo es La Palma al norte del país: Fernando Llort. Huyendo de la ciudad en sombras y del estrépito urbano, en los años 70 se fue a vivir a las lejanas cumbres de La Sierra Madre. Iba en busca del amor, de estar más cerca del cielo, del ser humano, de Dios y de sí mismo. Este artista primitivista, minimalista y costumbrista dejó su huella indeleble en esa celeste aldea donde encontró el amor (allí fundó su familia con una bonita y bondadosa lugareña) formando en su taller un pueblo de innatos artesanos que persiste hasta hoy como baluarte nacional. El artista, pues, se hizo pueblo y el pueblo artista. “Artesano de la Paz” -como le decíamos entonces- Fernando creía en el Hombre, en el amor social y en la paz. Allá donde -luego de una guerra fratricida- se firmaron los esperanzadores acuerdos de paz entre el Clero, la insurgencia y el ejército. La paz en efecto, era su acariciada artesanía, de un país que a diario perdía su paz, su gloria, su piedad y su fe. La misma artesanal figura del amor -pintada en una pieza de pinabete o en el alma humana- que Fernando quiso modelar para esta patria. Misma donde, hasta hoy, quedan allá en las cumbres azules los artesanos descendientes de la esperanza.
Recordando a Fernando Llort, sembrando la “semilla de Dios”, de la paz y el amor
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