Los mismos de la prehistoria éramos ella y yo ante la hoguera del tiempo. El origen del Teatro de Sombras se remonta a los tiempos del hombre prehistórico, cuando éste hacía sombras con sus manos y su cuerpo frente al fuego de las cavernas. Inmensurables siglos habrían pasado. Inmensurables, pues no vivimos lo suficiente para poder medirlos. Mas, si es cierto habría pasado el tiempo, ella y yo seguíamos siendo los mismos actores de entonces. Los mismos malabaristas de sombras y muñecos. Cuando los muñecos eran dioses y las sombras humanos. Y así -ante el fuego sagrado del amor- actuamos la vida.
Ya en el siglo IV a.C. -en el Mito de la Caverna de Platón- dice la crónica, se nos presentan las sombras como “indicadores de la realidad que no son ellas, pero que suponen el continuo recuerdo y referencia de esa realidad del ser.” La sombra, a caballo entre lo real y lo ficticio, entre el ser y el no ser, a medio camino entre lo mágico y lo religioso, suponen la imagen más palpable del mundo de lo abstracto, del mundo de las ideas, de aquello que trasciende lo que nuestros sentidos perciben. Nosotros, los mismos actores de ayer -como dioses fugaces de una fábula- haciendo de nuevo figuras y sombras con las manos, ante el fuego sacro de la historia.