Se dice que la muerte es complicada, porque es la finalización de la vida, porque son todos los segundos vivos escapando en un respiro, porque nos aterra lo desconocido, porque, así como una cueva, nos engulle la penumbra y nos arranca de lo divino. La muerte no es sencilla, pero tampoco es enredada. La muerte es un abrir y cerrar de ojos, un parpadeo de luz y un fogonazo de oscuridad, un suspiro dulce y una inhalación amarga.
La muerte, para aquel que muere, es afable, escueta y desinhibida. La muerte, para aquel que fallece, no es más que un vehículo, un transporte, hacia un rumbo desconocido. La muerte, para el difunto, es la solución de sus dudas, la salud para sus enfermedades, el sello de despedida de sus cartas y el final de sus canciones. La muerte no es problema para los que en ella encuentran destino porque después de ella solo se halla el suave balanceo de un templado recuerdo.
La muerte, para aquel viviente, es malévola y maligna porque nunca ha sentido su suave caricia. La muerte, para el que sigue despierto, es compleja porque es el cumplimiento de un compromiso, el final de una faena. La muerte, para el que lee esto, es lejana, pero se siente más cerca con cada latido, con cada respiración, con cada pestañeo. La muerte es complicada porque es extranjera, es enrevesada porque está afuera, es engorrosa porque te aligera. La muerte, más que una parte más de la vida, es una vida entera; o eso queremos creer. Porque pensar que la muerte es cruel nos resuelve las dudas acerca de su verdadera esencia, decir que la muerte es atroz nos aliviana el peso de tenerla a un paso. Pero la muerte no es algo, porque no pesa. La muerte no piensa, porque no existe. La muerte no llega, porque nunca se va.
“¡Moriría por ella!”, gritaban los ardientes románticos, “¡Mi muerte será vida para la patria!”, vociferaban los ciegos alzados, “No le tengo miedo a la muerte”, susurraban los condenados. Porque la vida no es vivida sin saber que se detiene. Es peligroso para aquel que la enfrenta sin tapujos porque, como un toro en la corrida, cornea feroz al zote que se hace denominar “matador”. Porque la muerte puede darse, pero no es deber del que, sin espanto y diestra mano, clava el pendón de la Parca en el corazón de una víctima el decidir la llegada de la Dama Blanca.
A la muerte hay que darle, como a un monarca de un reino invisible, cierto respeto. Hablar de ella así como se habla de la vida misma, porque son composiciones de una misma sustancia. La muerte es vida, vida para universos de seres que, a pesar de su minúsculo tamaño, siguen siendo parte de todo lo que está vivo. Porque quien mucho honra la vida, poco entiende la muerte. Quien mucho le escapa a la muerte antes se la encuentra. Porque la muerte, en contraste de su homónima, sí es justa. Justa en el trato de todos los que mueren, no discrimina ni edad, ni religión, ni sexo. La muerte, a diferencia de la vida, le arrebata a cualquiera que en su lecho repose de privilegios, bondades, temores o medallas.
A la muerte se la teme, atemoriza el concepto de no tener poder sobre ella, pero es que su único pecado es el desconocimiento. Porque la muerte es vida en sí misma, vida encerrada en una estampa horrenda de tristeza y amargura, pero vida en estado puro. A la muerte se la teme porque con ella llega el olvido. Porque la muerte no es cumplida hasta que la memoria misma también fallece.
*Escritor panameño.