Los que estudian los sueños y su significado, en relación con la mente y la vida de la persona, afirman que en los sueños no existe la muerte. Según ellos, son la puerta de entrada al inconsciente. La misma dimensión de la mente humana (el océano y el desierto interior) donde están enterrados todos los tesoros y el secreto de la felicidad. Es por tanto explicable que –dentro de un sueño que nos inspira y hace vivir—no exista la muerte. Porque todo allí resume vida, esplendor, deseo, ilusión, fe en el futuro. No pueden morir los hombres que hicieron suya la vida, un sueño, un propósito, un ideal de luz. Solamente desaparecen como la niebla sobre el mar o como los astros de un instante en la galaxia. Igual a las florecitas de “marga” (“camino”) en sánscrito, que es de donde proviene precisamente la palabra “margarita”, flores silvestres que surgen al lado del camino. “Nunca he soñado” me dijo cierta vez un espectador de la audiencia. “Debe ser una persona práctica, objetiva, pragmática, realista o algo así”, me dije. Pero la verdad era más dolorosa: no creía en ellos. “Sueños, sueños son”—dijo con sorna. Luego le vi partir. Sin sueños. Sin estrellas. En el camino duro y silente de la fría realidad.
No se muere al soñar
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