La guerra “cultural” se agudiza. En los sectores más conservadores de la derecha la campaña anti woke (una reacción contra los movimientos de wake up que en 2016 el Diccionario de Oxford definió como “alerta ante la injusticia en la sociedad, especialmente el racismo”) toma fuerza bajo la premisa de que todo lo woke obedece a una ofensiva de la izquierda para imponer una suerte de dictadura de lo “políticamente correcto”.
Este enfrentamiento es un fenómeno global y de algún modo en los polos opuestos del populismo de derechas y de izquierdas se preside esta batalla que, no sin cierto estupor, se sigue desde posturas más moderadas. En Estados Unidos, en concreto, los estados con gobiernos republicanos recrudecen las políticas anti woke, con el gobernador Ron DeSantis a la cabeza en lo relativo a las cruzadas contra las identidades de género y la cuestión del racismo. Esto último se centra en lo que atañe a cursos o educación sobre la accidentada, por usar un término leve, historia de los afroamericanos en Estados Unidos.
La más reciente embestida de DeSantis ha sido contra la posibilidad de que se pueda estudiar en las secundarias públicas de la Florida un curso avanzado (AP) sobre estudios afroamericanos. Se trata de un programa piloto que la Junta de Educación pretende impulsar en 60 escuelas en todo el país. El reputado académico Henry-Louis Gates Jr. afirma que el curso ha sido rigurosamente evaluado, sin embargo el gobernador lo ha vetado con la excusa de que carece de “valor educativo” y es “contrario” a las leyes de la Florida. Dos argumentos, por cierto, que no han sido respaldados con fundamentos.
Más que estas dos endebles justificaciones, el quid del asunto está en la otra parte del discurso republicano: que los estudiantes no deben ser obligados a sentirse “culpables” por actos que se cometieron en el pasado. Además, según el gobernador y quienes lo secundan, el curso puede “contaminar ideológicamente”. Pero, ¿qué estudiantes en concreto se podrían sentir aludidos según DeSantis? ¿Y de qué modo se produce una supuesta intoxicación con intenciones de captación “ideológica” cuando se enseña la más que documentada historia de la llegada en 1619 de cautivos procedentes de África que se prolongó 250 años y que, se quiera o no, contribuyó a moldear el tejido social y económico de Estados Unidos? El gobernador y sus asesores deberían leer con detenimiento el notable trabajo del New York Times, The 1619 Project, compuesto por 19 ensayos que reexaminan la historia del país, teniendo en cuenta lo que el sistema de esclavitud ha significado en el legado de la nación y sus consecuencias. Algunos de los escritos son debatibles, lo cual, contrario a lo que DeSantis parece creer, es sano para cualquier sociedad dispuesta a discutir a fondo los acontecimientos que la han edificado a fuerza de sangre, sudor y lágrimas.
Para el ala radical republicana el compendio del NYT, al igual que el curso que ahora quieren prohibir, forma parte del Critical Race Theory (CRT). Es decir, una teoría que se establece en la noción de que el racismo en Estados Unidos es sistémico porque pervive en las instituciones. O sea, que hay un racismo estructural presente en el sistema judicial, en la sanidad, o en el mercado inmobiliario, por nombrar algunas instancias de la sociedad. Como contrapartida, los anti woke o stop woke aseguran que CRT es intrínsecamente racista en su concepto y recurre a la “victimización” para culpar a otros de sucesos del pasado.
Bien, mencionemos sólo algunos datos que echan por tierra la idea de que CRT no se sustenta en hechos que persisten hasta nuestros días a pesar de los incuestionables avances en los derechos civiles: en 2021 el ingreso medio de los afroamericanos era un 49% menos que el de los blancos; las casas en un barrio negro equiparables a las de propietarios blancos en barrios similares valen un 23% menos; y un dato pavoroso que refleja lo arraigado que está el racismo en el ADN de los blancos es el relacionado a un estudio que salió en 2016 en Proceedings of the National Academics of Science: la mitad de los estudiantes de medicina blancos repitió mitos perniciosos sobre los negros, al afirmar que tenían la piel más gruesa o que sus terminaciones nerviosas eran menos sensibles al dolor comparados a pacientes blancos.
El prejuicio racial en el ámbito médico se traduce en menos medicación de analgésicos, o incluso menos anestesia, en la atención a afroamericanos. Sin duda, la creencia de que las personas sometidas a la esclavitud eran seres “hechos” para resistir más el dolor y las penurias subsiste en la memoria colectiva y tiene ramificaciones que pueden ser mortales para “los más de treinta millones de descendientes de la esclavitud en América” a los que está dedicado The 1619 Project.
Los prejuicios que arrastran las comunidades son, por naturaleza, sistémicos y por ello hay que combatirlos sin ambages. El racismo es uno de los males más constantes y difíciles de extirpar, sobre todo en sociedades donde la mezcla racial forma parte de su propio engranaje, como es el caso de Estados Unidos. Y una buena oportunidad para que en las aulas haya conversaciones y discusiones de peso es disponer de cursos con calado académico como el que hoy algunos quieren prohibir.
¿A quién puede ofenderle un curso de Estudios Afroamericanos para alumnos con capacidad de discernir? Me temo que sólo a los supremacistas blancos que se aferran a la distorsionada narrativa de Lo que el viento se llevó. No me extraña que lluevan demandas contra el indefendible adoctrinamiento de stop woke. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner