En 2005 me mudé a un apartamentito en la 3a. Calle Poniente. Eran los años en que un apartamento aún valía una nada en comparación a una casa en cualquier punto de la capital.
Unos dos años después, ANDA decidió cambiar todas las tuberías de la zona. Con esa precisión que caracteriza cualquier obra pública salvadoreña, intervinieron todas las calles de norte a sur al mismo tiempo, con el resultado que salir del pasaje era una aventura. Añádanle a eso la aventura de traer las pipas para llenar una cisterna, ya que el servicio era irregular, cuando la misma esta estratégicamente posicionada en el fondo de un parqueo subterráneo, lo más lejos posible del portón.
Como yo era de la Junta Directiva, me tocaba por turno supervisar las benditas pipas. Un día una se perdió y tuve que ir a buscarla. Me tocó casi pasarme el hoyo al final de la calle en dos llantas ,sólo para tener que intentar luego por la parte de arriba para lograra entrar. No sé cómo se metió la famosa pipa al pasaje, pero se parqueó de tal forma que tuve que llamar a medio edificio para que sacaran sus carros y meter la manguera. Y claro, el camión obstaculizaba la calle.
Justo en ese momento, salía una camioneta de una de las casas vecinas, la que tenía el arpa de Irlanda. ¡Podía morir! La camioneta se estacionó justo al lado de donde yo estaba parada y un señor de rostro amable bajó la ventana trasera.
“Por favor, discúlpeme...”, tartamudeé. “Estamos tratando de llenar y la cisterna...”. Paré, no sabiendo si debía hablar en español o en inglés.
El señor se puso a reír y se bajó de la camioneta. “Mire”, me dijo, “su problema es que está llenando a la hora equivocada. Con este problema mejor pídale a alguien que le revise cuándo la cisterna esté a un cuarto de su capacidad. Así llena en la noche y no molesta a nadie”.
Me imagino que me puse roja, roja. El señor se rió otra vez, amablemente.
—Errores de principiante. Y me imagino que usted no es ingeniero...
—No, Don...
—Roberto. Y no me diga Don. Somos vecinos...
Yo soy pésima para nombres y rostros. Así que “Roberto” y yo seguimos hablando del relajo de las tuberías hasta que él y el motorista me ayudaron a sacar la pipa. Y si, desde ese día intentamos llenar de noche.
A los días le conté el incidente a mi tía, que era de esas señoras que manejaba la lista de quién es quién en El Salvador.
“Niña”, me dijo, “tu vecino es Don Roberto Murray, el dueño de Agrisal. Todos quieren que el sea el próximo presidente”.
“¿Pero y el arpa que tiene en la casa?”
“Es cónsul de Irlanda”
“¡Aaaaaah!”...
No voy a fingir que yo era conocida ni íntima de Don Roberto. No lo fui. Esa conversación y unos tres o cuatro saludos cuando lo veía subirse en su carro fue toda la comunicación que tuve con é. Pero la pasadita de la cisterna me caló. Si este hombre, uno de los empresarios más poderosos de El Salvador, podía mostrar amabilidad y empatía cuando, evidentemente, lo estaba atrasando, igual podía actuar yo. El ejemplo arrasa. Y ejemplo dio cuando trabajé en proyectos donde él era filántropo y gestor. Don Roberto nunca llegaba con guardaespaldas, ni vestido con ropa carísima. Es más, hasta inadvertido pudiera haber pasado. Saludaba a todos, desde los participantes hasta las autoridades. Pero su trato con aquellos que otros hubieran dicho “es cualquier gato” era cálido y sincero. A todas luces se veía que el salvadoreño al que generosamente estaba ayudando, le importaba. No había en su accionar la mínima condescendencia. Su filantropía era producto de su enorme corazón y amor por su país. Como ejemplo, gracias a él muchos jóvenes en la Colonia Escalón tienen una mejor calidad de vida y muchas oportunidades a través del generoso apoyo de la Fundación Meza Ayau.
El dinero siempre es, y será, poder. Sin embargo, al utilizarlo para el bien, se convierte en un poder que transforma y que genera oportunidades y cambia vidas. Voy a citar lo que alguien a quien respeto mucho dijo en homenaje de Don Roberto. En el Evangelio, Jesús dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja ,que que un rico entre en el reino de los cielos. Don Roberto —escribió aquél— es testimonio de que más de un rico pueda pasar.
Don Roberto Murray, empresario, filántropo y patriota, hizo más por este país que cualquier presidente o político. Pero lo más importante es que se hizo tesoros en los cielos y ya tiene su recompensa en ese lugar “donde no roe la polilla ni destruye la herrumbre”. Pudo haber dejado millones aquí en la tierra, pero estoy más que segura de que llegó ante el Señor, que recompensa a quien pone como opción preferencial a los pobres, con las manos llenas. Y ha entrado a la vida eterna como uno de los benditos del Padre.
Descanse en paz, Don Roberto. Brille para usted la Luz Perpetua. Deja un vacío enorme en este paisito que difícilmente se podrá llenar.
Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas