Sin duda, Nayib Bukele no es un hombre modesto. Le gusta jactarse de sus logros y sale al balcón para tirar de las orejas a quienes se atreven a poner en tela de juicio cualquiera de sus medidas draconianas contra el crimen organizado en El Salvador.
Al presidente salvadoreño no le faltan razones para llenarse la boca con sus éxitos. En los más recientes comicios electorales ha ganado por mayoría aplastante frente a una oposición casi inexistente. El país centroamericano ahora cuenta con un líder todopoderoso que controla todos los estamentos institucionales. A los que critican unos métodos que no concuerdan con las reglas del Estado de Derecho, desde las redes sociales un Bukele burlón proclama que es el “dictador más cool”. Ciertamente, la mayoría del electorado salvadoreño respalda una política de tolerancia cero con las pandillas al servicio del narcotráfico que en los últimos años habían sembrado el terror.
Desde que llegó al poder en 2019, el joven gobernante (42 años) lanzó una persecución sin tregua que ha incluido juicios sumarísimos, redadas masivas en barriadas donde abundan varones tatuados de la cabeza a los pies y las detenciones de hasta 75.000 personas. Los salvadoreños ahora celebran vivir en un clima más seguro y con las calles vaciadas de peligrosos delincuentes que hasta hace poco aterrorizaban a la ciudadanía.
Bukele ha invitado a la prensa internacional a visitar su presidio modelo, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), un recinto gris plomizo que el gobierno presenta como “la cárcel más grande de toda América”. En una astuta maniobra de relaciones públicas, los periodistas han recorrido las instalaciones y allí se han encontrado con el perfecto decorado de unos presos silenciosos, engrilletados, pelados a rape y durmiendo sobre planchas de acero en calabozos colectivos perennemente iluminados con luz artificial. Se trata de un escenario aséptico donde, según el director del penal, “estos psicópatas van a pasar la vida entera entre esas rejas” sin recibir visitas ni de familiares ni de abogados. Los reos son tratados como el lote de un ganado cuyo destino es el mismo para todos. A fin de cuentas, para la inmensa mayoría de salvadoreños esos sujetos no son aptos para acogerse a los derechos fundamentales que en una democracia están al alcance de los criminales más despiadados.
Una cosa es lo que desea mostrarle el gobierno a la prensa y otra bien distinta es lo que ocurre en las trastiendas de las mazmorras. Las organizaciones en defensa de los derechos humanos denuncian las irregularidades que se cometen en El Salvador, donde hay desaparecidos, muertos en las cárceles y detenciones arbitrarias de cualquiera con aspecto sospechoso, entre otros atropellos. No es menos cierto que el conjunto de la sociedad lo justifica porque “todo vale” para garantizar la seguridad ciudadana. Pero, ¿acaso el fin siempre justifica los medios? Desde luego, no es de lo que presumen las democracias abiertas, y está claro que bajo el mandato de Bukele ese principio se vulnera en aras de poner orden.
Habrá quien diga que es fácil criticar lo que hace el mandatario salvadoreño cuando uno no padece la violencia que ha azotado a la nación centroamericana. Pero no deja de ser una excusa para minimizar los abusos de poder frente a los abusos de quienes violan las leyes. En otro contexto, hace años la junta militar argentina creyó tener razones más que justificables para acabar con la violencia armada de la izquierda radical. Y de ese modo proliferaron los centros de detención de los que muy pocos salían vivos. Había que “limpiar” el país de esa “lacra”, y vaya si lo hicieron con la complicidad de buena parte de la sociedad argentina. Y si se quiere hablar de un colectivo verdaderamente despojado de cualquier elemento indeseable, el gobierno cubano (una dictadura que nadie ha elegido en las urnas) deja a Bukele como un amateur en cuestiones de seguridad ciudadana: desde hace 65 años en la isla no se han visto pandilleros, crimen organizado o tiroteos en las calles con rifles de asalto. Como ven, siempre puede haber un país más seguro y en perpetuo estado de excepción. La cuestión es, ¿a qué precio?
El crimen rampante que había en El Salvador antes de la era Bukele tenía ecos distópicos. Su respuesta también lo es. Basta con ver las imágenes de esa cárcel por la que se han paseado los periodistas. Parecen escenas de un Mad Max carcelario, solo que sin asomo de las licencias poéticas que se permite la ficción. ¿Y si mañana se anunciara por decreto que es mejor acabar de una vez con esas vidas que nada valen, que nunca verán la luz del sol y que tanto cuestan al estado salvadoreño? Son las cuestiones prácticas que a veces llegan a plantearse los “dictadores más cool”. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner