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OPINIÓN: Desde Barcelona, en defensa de la democracia salvadoreña

Yo salí de El Salvador hace casi 14 años, pero aún conservo mi nacionalidad y, sobre todo, mi amor por mi patria. Ese amor es el que me orienta a diario en mis investigaciones acerca de nuestro pasado, donde campean tantos dictadores a sus anchas. Ese amor también hace que mi hija e hijo me vean cada día luchar contra los desmanes del presente en mis escritos y mis redes sociales. Así, ninguno de ellos podrá decir que no supo dónde estaba yo mientras otros intentaban dinamitar a nuestra patria en medio de sonoras salvas de aplausos.

Por Carlos Cañas Dinarte
Historiador salvadoreño

La señora pasó a mi lado, junto con su alegre tropa, compuesta por varios adultos y niños. Ella llevaba puesta una vistosa camisa azul, con las letras ES en blanco y el rostro impreso del candidato inconstitucional. Esa fue la escena que contemplé al salir de la estación María Cristina, de la línea verde, en la ciudad de Barcelona.

De la estación a la sede del consulado hay pocos cientos de metros. Luego de atravesar la avenida Diagonal y llegar al frente del edificio, vi la cola. A ojo de buen cubero calculé que había unas 500 personas, con predominancia de jóvenes. Eran las 11:30 horas. El clima era agradable, casi primaveral con 23 grados Celsius, con cielo azul y escaso frío.

Foto Carlos Cañas Diñarte

Cerca de mí, un grupo de jóvenes comenzó a cantar a voz en cuello “¡Naranja dulce, carne asada!”. Muchos soltamos risas. En realidad, era apenas un augurio al ambiente de mercado que ya asomaba. Diversos vehículos pasaban sonando sus pitos en secuencia y varias personas les respondían con gritos y silbidos. Unos metros delante, una mujer de pequeña estatura iba envuelta con la bandera nacional. Fuera de ella, no pude ver ningún símbolo partidario entre aquella multitud. Cosa curiosa.

En aquella fila, me llamaron la atención dos cosas. Por un lado, escuché a varios hombres con acentos peruano y ecuatoriano. Al principio pensé que podían acompañar a sus parejas salvadoreñas, pero poco a poco descarté esa idea. Por otra parte, tres hombres de aspectos torvos -uno con camisa y pantalón negros, otro con gorrea y camisa roja y otro más con traje completo- recorrían la fila de arriba abajo, con sus teléfonos celulares puestos en palos extensibles. Hacían fotos y videos de las personas en la fila y a más de alguna se animaban a entrevistarla. Una de esas personas les dijo que votaría por otro candidato. Se burlaron ampliamente de esa persona varios metros más abajo, pero sin confrontarla.

Desde mi sitio pude escuchar varias conversaciones al azar. Me sentí como Roque Dalton en su Taberna. Varias personas hablaban de que iban a votar para evitar que liberaran a los pandilleros. Otras decían que eran “patrióticos” por emitir su voto. Otras se decantaban por tratar temas de su situación migratoria en España, mientras discutían sus posibilidades de moverse hacia otras comunidades autónomas en procura de mejores ingresos. Un par discutía acerca de fútbol y más de alguno trataba de hacer fotos y videos con su teléfono, algo discutible en este país, por la vigencia de la Ley de protección de datos que impide que se hagan fotos a personas específicas en áreas cerradas.

Pasada una hora, la cola había avanzado muy poco. Lo importante era que ya había personas que salían del interior del edificio. Pasó una señora acompañada de otra, quien casi a gritos dijo que habían tratado de inducirla a votar por el partido oficialista, pero que ella le había apartado el dedo a la persona y votado como ella quería. Eso despertó algún comentario en la fila, pero se disipó de forma rápida. “Aquí ya sólo falta que se caiga el sistema”, dijo uno de los jóvenes bulliciosos. Los demás aprobaron.

Casi dos horas después de haber entrado a la fila, pude empezar a subir los escalones de acceso al edificio. Todo de manera lenta. En la entrada, un par de funcionarios del consulado indicaban a las personas que sólo podían entrar acompañados a la sede electoral si necesitaban apoyo para desplazarse. De lo contrario, las personas extra debían quedarse afuera. No vi a ninguno de los hombres con acento ecuatoriano o peruano. Llevo casi 14 años aquí y tengo diversas personas amigas de ambas nacionalidades, así es que distingo a la perfección ambas variantes dialectales de la lengua castellana.

La cola de votantes potenciales avanzaba por grupos. Cuando me indicaron que podía subir, lo hice junto con otros dos hombres y dos mujeres más. En fila india, subimos los dos tramos de escaleras hacia el entresuelo y después hacia la primera planta. Allí había que iniciar una nueva cola, que recorría las dos paredes enfrentadas de acceso al consulado. Unos minutos después, una mujer gritó que ella hasta se había peleado abajo para lograr un espacio y que ahora debía meterse en esa otra cola. “De nada me sirvió pelearme con aquella c*rota”, le dijo a la persona que la acompañaba. Mientras ella misma se reía, nos arrancó una carcajada a los de la segunda fila. “Ay, ella tan salvadoreña”, dijo otra mujer. Escucharla me permitió contemplar la escena más surrealista de esta jornada electoral en Barcelona.

Adelante mío, unos cuantos metros y ya casi para entrar a la sede del consulado para ejercer el voto, estaba una mujer de mediana estatura y gruesas carnes. La vi de perfil, pero lo que más me llamó la atención fue su cabeza. Llevaba puesto un hiyab o pañuelo musulmán, de color negro, encima de un abrigo bastante grueso para un día tan invernalmente primaveral. La vi entrar al consulado, pero cuando yo pude ingresar, ya no pude verla más cerca. Quería sacarle plática y saber más acerca de ella. Tampoco le pude hacer ninguna foto, por las mismas limitaciones de la Ley de protección de datos. En un espacio así, una foto específica de ella sólo se la podía hacer y divulgar con su consentimiento expreso.

Al traspasar la puerta de acceso al consulado, predominaba un desorden bastante evidente. Un niño yacía tirado sobre una pequeña área con juguetes, al lado de la cual estaban tres filas desiguales de sillas. Quienes entrábamos debíamos sentarnos en aquellas sillas y avanzar a medida que los de adelante se movilizaran. Me recordó la dinámica de un juego infantil, pero sin música. Las dos empleadas que gestionaban aquella zona no lograban ponerse de acuerdo en cómo movilizar a la serpiente humana y nos hicieron dar varias vueltas en círculo, para terminar como habíamos iniciado.

El primer objetivo tras superar las sillas era llegar al mostrador del consulado, donde varias empleadas verificaban los duis o pasaportes con los que se deseaba ejercer el voto. Una vez pasada esa parte, se hacía una nueva fila hacia la derecha, donde estaban colocados dos receptáculos blancos con las urnas electrónicas. Unos cuantos empleados del consulado estaban apostados tras cada persona votante y guiaban sus pasos en el proceso. Allí entendí a qué se refería la señora cuando dijo que trataban de inducirle al voto. No vi nada parecido a una junta receptora de votos (JRV), delegados de partidos o del propio TSE. Al menos, nadie iba identificado con distintivos visibles de ese tipo.

Mientras echaba una rápida mirada a todo aquel escenario, las dos jóvenes que verificaban mi DUI me dijeron que no podía votar. El sábado cuando inició la votación electrónica para los residentes en el extranjero, hice un primer intento por votar. Usé cuatro dispositivos distintos de mi casa, entre celulares, computadoras y tabletas. En todos mis intentos, el sistema de votación me detuvo en la parte de la verificación biométrica. El mismo sistema me dijo que mi solicitud de voto debía ser revisada y autorizada. Cuatro semanas después, todos mis intentos de votación por vía remota fracasaron.

Le expliqué todo eso a aquellas dos mujeres jóvenes. Me dijeron que probara a votar con mi pasaporte salvadoreño vigente. También fui rechazado. Me pasaron entonces con otro empleado, que estaba sentado en la zona izquierda del mostrador, en una mesa aparte. Él me dijo que tendría que votar por la misma modalidad en la que ya lo había intentado cuatro veces. Con mucha amabilidad, aquel joven trató de activar esa modalidad en dos de los teléfonos celulares que llevaba consigo, pero no le fue posible. Vi que frunció el entrecejo. Tomó un tercer teléfono, logró activarla y me lo entregó para que introdujera los números de mi DUI y de mi archivo. De inmediato, la aplicación me dejó entrar a la sección biométrica y me posibilitó acceder a la sección de votos. A las 13:55 horas ejercí mi derecho por las dos opciones de mi preferencia y voté por las dos banderas. Cerré la aplicación y le devolví el aparato al joven funcionario.

Salí por el mismo pasillo y grupo de escaleras por los que ingresé. En el pasillo y en el exterior del edificio quedaban aún unas 200 personas, pero ya sólo faltaba una hora más para cerrar el proceso electoral, abierto desde las 7 de la mañana. Mediante comunicación por redes sociales, un amigo que estaba en el tramo final de la cola me escribió que a las 5 de la tarde cortaron la fila, cerraron las puertas, pero dejaron que las personas continuaran con el ejercicio del sufragio. Esa ya no fue parte de mi vivencia directa, sino de la de este amigo que llegó más tarde a la cita electoral.

A diferencia de todas las ocasiones en que pude votar desde 1989, esta vez no sentí que viví una fiesta cívica. Nunca milité en un partido y mucho menos me puse un chaleco partidario o fui vigilante de urnas. En esta oportunidad más bien sentí que ejercí el sufragio como un trámite de urgente rigor frente al peligro nacional de eliminar la escasa democracia lograda con la guerra y los acuerdos de paz. Un aporte a nuestra historia y un pequeño aporte para no consolidar una dictadura ni continuar con muchos despilfarros y desmanes con nuestras pensiones ni con nuestros siempre escasos recursos públicos.

Mi decisión personal fue votar por la oposición. Estar del lado correcto de la historia no implica estar dentro de la corriente mayoritaria, sino usar los conocimientos que uno posee para diferenciar lo bueno de lo malo, lo beneficioso de lo pernicioso. No es bueno ni sano cooptar las instituciones de gobierno, como tampoco lo es blindar bajo siete candados la información pública o auto-otorgarse jugosos préstamos bancarios a los que ningún ciudadano común puede tener acceso.

Yo salí de El Salvador hace casi 14 años, pero aún conservo mi nacionalidad y, sobre todo, mi amor por mi patria. Ese amor es el que me orienta a diario en mis investigaciones acerca de nuestro pasado, donde campean tantos dictadores a sus anchas. Ese amor también hace que mi hija e hijo me vean cada día luchar contra los desmanes del presente en mis escritos y mis redes sociales. Así, ninguno de ellos podrá decir que no supo dónde estaba yo mientras otros intentaban dinamitar a nuestra patria en medio de sonoras salvas de aplausos. Nuestra historia, nuestra memoria y nuestro horizonte humano se merecen más que unos caros ensueños y demasiados proyectos repletos de humo mediático.

Escritor e historiador salvadoreño.

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