Con el telón de fondo de la inflación y la bajísima popularidad del presidente Biden, muchos esperaban que los republicanos barrieran en las recién pasadas elecciones. Pero no. Las cosas siguen, en el Senado y en Congreso, más o menos iguales… lo que, dada la tradición -que marca que el partido en el gobierno pierde fuelle en las elecciones de medio período-, a fin de cuentas, han resultado ser una victoria para los demócratas.
Esto ha hecho que los republicanos, y quienes simpatizan con ellos, se pregunten si Trump ha perdido su atractivo; al mismo tiempo que los resultados fortalecen a los contendientes dentro de su mismo partido y les dan alas para competir con él en las próximas elecciones internas que designarán el candidato presidencial 2024.
Hay, además, un hecho relativamente menos conocido que poco a poco va saliendo a luz, sobre todo cuando los analistas intentan explicar la “victoria” demócrata. Se trata de una táctica de dudosa ética política y que ha consistido en que, en al menos en ocho Estados, los demócratas financiaron las campañas de republicanos extremistas, confiando en que la gente votara por sus contendientes demócratas más moderados; y así, machacar a los electores con eslóganes y propuestas radicales, hicieron brillar la moderación y “sensatez” de sus opositores.
De ese modo, esos candidatos republicanos terminaron por pagar cara su posición de impugnadores de las elecciones presidenciales recién pasadas, pues sus oponentes demócratas no solo pusieron el dedo en esa llaga, sino que los terminaron asociando -propaganda mediante- con el vergonzoso “golpe de Estado”, la invasión del Capitolio por la chusma, del nefasto seis de enero.
Esa jugarreta logró, como muestran los resultados, que los electores demócratas no votaron en algunos casos para que ganara su candidato, sino, principalmente, para que no lo hiciera el republicano.
De hecho, las elecciones fueron vistas como la última oportunidad de torpedear la estructura política y de soporte de Trump a lo largo y ancho del país, pues sabían que un triunfo arrollador de los republicanos resultaría indudablemente en el principio de una campaña ganadora para la presidencia.
Apoyar a los candidatos republicanos radicales fue una jugada atrevida. Les podía haber salido fatal… pero no fue así. Superaron, incluso, el peligro de dividir aún más su propio partido, pues al mismo tiempo que eran conscientes de que no hay nada que aúne más a una facción política que la victoria, también sabían que arriesgaban mucho pues, congruentemente, no hay cosa que hunda más a un instituto político que una derrota. La victoria, ya se sabe, es de los audaces.
Sin embargo, habrá que ver qué consecuencias tendrá en el mediano plazo esa jugada intrépida. Habrá que ponderar si ganar a toda costa, vendiendo al diablo el alma política al traicionar los propios principios, no termina por hundir a quienes ya no luchan por unas ideas, sino por ganar a cualquier costo.
Es lo que quiso decir Tim Roemer, un ex congresista demócrata: “Perdimos en todos los niveles… perdimos en el terreno moral convirtiendo la democracia en un problema, perdimos la confianza en la democracia, y ahora nos obligamos a ponernos del lado de Trump en unas primarias. Fue una estrategia terrible, corrosiva para la democracia”. “Cualquier idiota puede patear una linterna y quemar un granero; pero se necesita un carpintero para construir uno”… declaraba a Reuters recientemente.
En resumen, lo que Roemer dice, es que fomentar y proteger la democracia como sistema, era mucho más importante que el partido demócrata ganara las elecciones.
Al final del día, el resultado no dejó indemne la posición de Trump, ni la de los republicanos de hueso duro dentro de su partido, y quizá ha preparado una contienda más “equilibrada” en las internas y, consecuentemente, en las presidenciales.
Está por verse si después de esa jugada maestra el “remedio” no va a resultar peor que la “enfermedad”. Esperemos.
Ingeniero/@carlosmayorare