“Fui cazador de ciervos y de tigres, pero hace tiempo dejé de hacerlo” -continuó diciendo el arquero a la ondina del caudaloso Ares. “Hoy soy cazador de montañas. Acostumbro lanzar flechas a la eternidad para dejar de ser fugaz como las olas de un inmenso mar que se borra en los peñascos.” “Deja de buscar montañas, extraño viajero -sugirió la hermosa. Quédate a recoger el oro del sagrado río. Mira toda esa gente con sus cedazos, colando la dorada arena que baja desde los montes lejanos. No sólo obtendrás el oro del Ares, sino también mi amor...” El arquero vio quemarse las velas de su viaje hacia los montes. Estaba enamorado. Nuevamente el Samsara interrumpía su éxodo celeste. “¿Es tu padre ese hombre que viaja contigo y en cuya casa habitas?” -preguntó a Samaj. “No. Ese hombre es Yafo, el pescador. No recoge oro como los demás porque es ciego y no puede distinguir el oro de las demás arenas. Sólo puede ver los peces del caudaloso Ares. Sólo puede ver los peces de su mar interior, los peces de la imaginación.” “¿Por qué vives con él si no es tu padre?” “Fui a vivir a su casa desde niña (mi madre era su sierva) y así crecí en aquel lugar. Me hizo su mujer desde que su esposa murió por una fiebre del páramo. Luego quedó ciego al encontrarse con un animal fabuloso que cegó sus ojos con sus quemantes fuegos. (XXXV) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El arquero ve quemarse las velas de su viaje
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