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Los posgrados universitarios: una discusión incómoda, pero necesaria

Idealmente, se puede pensar que los posgrados debieran producir conocimiento a través de la investigación y no solo ser una vía para profundizar en un campo de conocimiento, una especie de actualización pertinente. Sin embargo, como bien plantea Picardo, la realidad muestra que las universidades no tienen las condiciones para hacerlo, y no podemos dar por sentado que a los estudiantes les interese.

Por Carlos Gregorio López Bernal
Historiador

Hace unos días, Óscar Picardo publicó un artículo en que abordaba el tema de los posgrados en El Salvador. De manera fría y objetiva y con una lógica casi implacable dejó ver que dichos programas no están cumpliendo con los que debieran ser sus objetivos principales: elevar la calidad de la enseñanza y producir conocimiento nuevo y pertinente a través de la investigación. Habría que profundizar más en las razones que llevan a las universidades a crear un posgrado y en las que hacen que alguien decida cursarlo. Picardo sugiere que muchos estudiantes lo que quieren es obtener un título adicional que les dé mejores oportunidades laborales; razón absolutamente válida, pero que deja la duda, de si desean ir más allá.

Picardo señala una serie de problemas, algunos evidentes, otros que solo se vislumbran cuando se conoce el medio. Entre los más acuciantes están: hay posgrados que tienen problemas desde su diseño, sus programas de estudio “están tomados de índices de libros y manuales”; esperaría que fueran la excepción. Agrega la no existencia de filtros en el proceso de ingreso (existen, pero como simple formalidad); al ser posgrados autofinanciables, no pueden ser muy exigentes, pues correrían el riesgo de quedarse con muy pocos estudiantes; la cantidad de estudiantes “obliga” a los profesores a asignar trabajos e incluso tesis en equipos. Por último, pareciera que, en algunos casos, las tesis no llenan las condiciones de calidad que se esperaría del nivel educativo. Es obvio que se necesita más supervisión externa; la que existe se queda corta. Debiera apostarse más a la acreditación de programas.

La calidad de un programa de posgrado está condicionada por su concepción y diseño, pero no puede ir más allá del perfil del estudiante y esto es algo que no se pondera debidamente. Los filtros de que habla Picardo no están diseñados para hacer una selección rigurosa. Eso se nota en los cursos. En mi experiencia en la UES, la cosa fluye bien en las clases. Se nota el interés y la disposición a aprender. Pero cuando se llega el momento de presentar los trabajos, surgen los problemas, y estos van más allá de cuestiones ortográficas. Hay casos en que simplemente no se tiene la capacidad de plantear un problema, analizarlo y luego estructurar un texto de manera lógica y coherente. Es claro que, en tales casos, los filtros de admisión no funcionaron. Obviamente esto incide en los resultados. Como son programas autofinanciables, un nivel de exigencia mayor al acostumbrado no encaja. Quizá por esto, me invitan a un curso, que aparentemente fue bueno, pero no a un segundo.

Idealmente, se puede pensar que los posgrados debieran producir conocimiento a través de la investigación y no solo ser una vía para profundizar en un campo de conocimiento, una especie de actualización pertinente. Sin embargo, como bien plantea Picardo, la realidad muestra que las universidades no tienen las condiciones para hacerlo, y no podemos dar por sentado que a los estudiantes les interese.

En la Universidad de Costa Rica, hacia la década de 1990, se trató de resolver ese problema en las maestrías, ofreciendo dos opciones: a una se le llamó profesionalizante, que se ofertaba a personas que generalmente ya trabajaban y querían actualizar sus conocimientos, o que simplemente necesitaban mejorar su currículum por cuestiones de escalafón. Por otro lado, la maestría académica estaba orientada a la investigación; la tomaban quienes creían tener las condiciones para dedicarse a ello.

Se compartía la parte inicial del posgrado, pero en cierto momento se entraba al área diferenciada. En la opción académica se servían talleres y seminarios de investigación de los cuales el estudiante debía salir con un proyecto de tesis; pasaba por un “examen de candidatura” en el que un comité docente valoraba la pertinencia y viabilidad del proyecto y luego tenía que hacer la investigación y defenderla. Esta última parte del proceso podía ser más o menos prolongada. En la opción profesionalizante, los estudiantes llevaban cursos electivos, según sus intereses. En cierto momento, debían proponer un tema que sería desarrollado en la tesis. Pero, a diferencia de la académica, su trabajo tenía un fundamento más bibliográfico. Es decir, debían demostrar su dominio del “estado del arte” en un campo determinado. Me atrevería a decir que la mayoría de las maestrías en nuestro medio se parecen más a la segunda opción que comentaba, pero se hace sin explicitarlo. Con la debida exigencia, esta puede ser válida, para profesionales que desean profundizar en el dominio de un campo, sin que ello implique dedicarse a la investigación. El problema es pretender que una maestría califica para la investigación, sin que esté diseñada para ello.

Las consideraciones anteriores, no tienen cabida en el caso de los doctorados; estos definitivamente tienen que apostar a la generación de conocimiento nuevo, y para esto solo hay una vía: hacer investigación. Y en nuestro medio, ni las universidades ni los estudiantes tienen las condiciones idóneas para hacerlo. No digo que no se haga, al menos en mi campo de trabajo, conozco tesis doctorales de alto nivel, pero son más bien la excepción. Su realización depende más de una afortunada coincidencia de un estudiante arriba de la media y de un director de tesis exigente y que domina el tema. Y esas tesis no se escribieron en un par de meses.

Hay que añadir entonces dos elementos adicionales: tiempo y financiamiento. Difícilmente encontraremos en el país estudiantes de posgrado a tiempo completo. La mayoría trabaja y estudia. Esto obviamente limita su rendimiento, tanto en la exigencia que pueda tenerse en clase, pero sobre todo para la elaboración de trabajos. Y es porque trabajan que pueden pagarse sus estudios. Pareciera entonces que nos encontramos ante un callejón sin salida, cuya solución obvia parecieran ser las becas. Pueden serlo, pero hasta cierto punto. En el caso particular de la Universidad de El Salvador, a los docentes que cursan un posgrado se les exonera del pago. Posiblemente esto suceda en otras universidades. Y ciertamente que es una ayuda. Sin embargo, los docentes mantienen su carga laboral, con lo cual queda sin resolver el problema del tiempo que pueden dedicarle al estudio.

Desde las universidades este parece ser un problema sin punto de solución. ¿El Estado podría hacerse cargo de programas que resuelvan el problema de tiempo y financiamiento, garantizando la calidad? No ha existido interés al respecto, y tampoco pareciera ser viable. Un buen programa de posgrado es caro, y su demanda a nivel país no se puede garantizar. Es por eso que hace varias décadas se crearon los programas regionales, apoyados por instancias como CSUCA y FLACSO, para el caso de las ciencias sociales. Programas de este tipo requieren del aporte de las universidades, pero también de la cooperación externa; y hubo casos exitosos. Pero decayeron por diversas razones, la más conocida es la ola de guerras civiles de la década de 1980. Hubo intentos en la posguerra, pero no tuvieron la continuidad debida. A lo mejor es tiempo de retomar la idea y actualizarla.

PD: la discusión sobre los docentes de los posgrados amerita una discusión aparte.

Historiador, Universidad de El Salvador

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