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Cien años de presencia marista en El Salvador

Más que un número abultado de personas profesionales (arquitectos, ingenieros, doctores, odontólogos, biomédicos, psicólogos, administradores de empresa, economistas, etc.,) lo que genera el más sano orgullo es contribuir a formar hombres y mujeres de bien, con un alto sentido de la dignidad humana. Mujeres y hombres que buscan la verdad, que respetan las leyes y el orden.

Por Roberto Zelada

Hace 100 años los Hermanos Maristas aparecieron en San Miguel. Eran ocho en total, designados para una misión: dar a conocer a Jesucristo y hacerlo amar. Zarparon del puerto Buenaventura en Colombia a bordo del buque Balboa. Era un tres de febrero de 1923. Después de un largo viaje llegaron al Puerto de La Unión. El tren los llevó hacia San Miguel, donde les esperaba el insigne obispo Plantier. Era un memorable 17 de febrero del año citado.


Los hermanos habían dejado lo conocido por lo desconocido, actuaron con valor y determinación ante situaciones arriesgadas o difíciles. Es importante ubicarse en aquel tiempo para poder tener una idea más apegada a la verdad. Pensemos, por ejemplo, lo que cuesta dejar el país; el hecho de que no venían a su colegio; de que no disponían de casa propia; un lugar desconocido y el clima de San Miguel. Todas estas vicisitudes en un solo ramillete, en una sucesión de acontecimientos a veces favorables y en otras adversos.


Ya desde 1919, el obispo de San Miguel había expresado su deseo de la presencia de la comunidad marista en dicha ciudad, pero las grandes decisiones se sopesan. El obispo en ese momento era Monseñor Juan Antonio Dueñas y le acompañaba Monseñor Basilio Plantier, misionero paulino.

¿Quiénes eran los ocho hermanos?
El sábado 20 de enero de 1923 se designaron a los hermanos que partirían hacia tierras de Centro América. Los elegidos fueron: Josías León, director; H. Eutiquiano, subdirector; León Timoteo, José Ángelo, Luis Gabriel, Tolomeo, Juan Francisco y Eloy Gabriel. Fueron despedidos con mucho cariño, pero solo ellos y Dios sabían lo que les esperaba. Se embarcaron en el buque Balboa el 3 de febrero. El 17 de febrero arribaron al puerto de la Unión y tomaron un tren hacia San Miguel. Allí les esperaba el obispo Basilio Plantier y una muchedumbre de gente los miraba con curiosidad, así es nuestra gente.


Ellos traían una fe poderosa en la fuerza de la educación evangelizadora. Hoy, al contemplar su hazaña, no podemos menos que quitarnos el sombrero, en señal de reconocimiento. En sus alforjas portaban las semillas de los valores humanos y cristianos. Desde la realidad que vieron en 1923, contemplaron la esperanza de un mundo mejor.
Hoy, al elevar nuestras plegarias a Dios, no podemos dejar de agradecerle por sus portentos, porque de alguna manera en los sueños de estos ocho hermanos contemplaba la cosecha del 30, del 60 y del ciento por uno de la obra marista.
Los ocho hermanos aceptaron el reto de un comienzo difícil. Como toda obra que lleva el sello de Dios, como bien había señalado el Hermano José Antonio López en el 2004: “Los orígenes de toda obra grande son muy sencillos y están marcados por la pobreza y las contradicciones”. Atrás quedan las incomodidades de la casa y todas las demás limitaciones, a partir de la aprobación de la fundación de la obra marista en San Miguel.


Parece un dato curioso yen verdad lo es: los hermanos comenzaron con doce estudiantes, un número perfecto: humano y divino, pero al finalizar ese año terminaron con cien. Esto nos habla de su enorme capacidad de trabajo. Los ocho hermanos no quedarán en el olvido, como tampoco aquellos que les sucedieron y los que en un futuro continuarán el sueño de Marcelino Champagnat.


Cien años parecen pocos en el papel, pero no en el devenir histórico, en la marcha del día a día. Son cien años de compromiso con Dios porque el gran objetivo del Instituto es dar a conocer a Jesucristo y hacerlo amar; con la sociedad, a quien se le ha servido con todo el vigor y el rigor de una educación integral, pertinente, para la vida y que te enseña a pensar; con todos los seres humanos, pues se compromete con la vivencia de los valores fundamentales: la compasión, el respeto y el servicio desinteresado.

¿Cuál ha sido el aporte de la Educación Marista a la sociedad salvadoreña?
Más que un número abultado de personas profesionales (arquitectos, ingenieros, doctores, odontólogos, biomédicos, psicólogos, administradores de empresa, economistas, etc.,) lo que genera el más sano orgullo es contribuir a formar hombres y mujeres de bien, con un alto sentido de la dignidad humana. Mujeres y hombres que buscan la verdad, que respetan las leyes y el orden. Chicas y chicos que no se desalientan ante la adversidad, que siguen adelante, perseverando hasta el final. Este es el sello de la educación marista: amor a Jesús, amor a María, amor al trabajo y espíritu de familia. No se deben distinguir por ser prepotentes, sino por ser humildes, por buscar con afán la luz del conocimiento y el esplendor de la verdad, por ser tan humanos que encuentran vida en la cotidianidad y asombro en la belleza de la naturaleza.


Maestro.

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Cristianismo Educación Opinión

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