Cuando estaba en segundo año de Bachillerato, en 1987, me convertí en un objeto de estudio. Se me propuso para la Sociedad Nacional de Honor, en medio de un acalorado debate. Mi promedio me merecía el honor, pero mis notas en matemáticas y ciencias eran desastrosas, mientras que, en cualquier materia de humanidades, eran casi perfectas. Y lo que era peor, era reconocida por mis largas ausencias durante las horas de clase de algunas materias (adivinen cuales). ¿Merecía yo ser miembro y graduarme con honores?
La verdad, sí pedía permiso para ir al baño en las clases de matemáticas y ciencias, pero en realidad me iba a refugiar en la Biblioteca. Allí, leía acerca de cualquier cosa que me pareciera interesante: historia, religión, geografía, psicología. Además, tenía una razón oculta para ese acto de “rebeldía”. Yo siempre había sido buena estudiante, pues mis padres exigían notas por arriba del promedio. Pero, en Álgebra I, mi profesor era un hombre de apellido Runner.
Mr. Runner era un tirano. Si el cinco no estaba hecho como él decía, si no había dos líneas entre cada problema, todo el examen estaba malo. Se “aprendía” en un ambiente de terror.
Ahora me doy cuenta de que él pensaba que el miedo era la única manera que podía mantener a una clase de jóvenes inmaduros de octavo grado a raya. Y ni así. Muchas veces, tras malas notas en un examen, algunos hacían pedacitos los borradores y los tiraban cuando Mr. Runner pasaba.
Él se vengaba llamando a alumnos a la pizarra para resolver problemas, humillarlos y retomar el control. En medio de todo este relajo, yo luchaba encontrarle sentido a las letras que plagaban los problemas y a entender conceptos como “2xy+4y= 2(2) y...” y etc. Un día me acerqué a Mr. Runner para pedirle ayuda.”¿Que no presta atención en clase? ¡Eso es tan simple! ¡Use el cerebro!” me gritó. Salí con ganas de llorar. Al siguiente día, Mr. Runner me llamó a la pizarra. Recuerdo que me dictó el problema, que las manos me temblaban tanto que los números salieron mal hechos, y que desde el momento que empecé a escribir, supe que no lo iba a resolver.
“Resuélvalo”, me dijo Mr. Runner.
“No puedo, ayúdeme, por favor”, le supliqué.
Mr. Runner volvió a ver a toda la clase y dijo en inglés: “You are so STUPID” (“Usted es tan ESTÚPIDA”) y me mandó a sentar. Desde ese día, fui objeto de sus burlas y su hostigamiento sin que las autoridades escolares hicieran nada. Pasé la materia con 6.0 exactos.
El siguiente año tomé Geometría con profesor que era jovial y amable. Para mi sorpresa, aún sin estudiar, no bajaba de 9. Pero, gracias a esa nota, tuve un segundo año con Mr. Runner, quien, sabiendo el terror que le tenía, se encargo de hacerme la vida un calvario. Un día me anuló la segunda página de un examen porque mi nombre no iba exactamente igual en ambas páginas.
“Lástima, tenía un 10, se va a tener que contentar con un 4 para que aprenda a pensar”, escribió en el papel. Exploté internamente. Ese día saqué mi borrador y lancé pedacitos cual misiles hacia la pizarra, ante la mirada atónita de mis compañeros, quienes sabían que yo jamás hacía cosas así. Y ese día decidí que era estúpida porque nunca podía hacer nada bien en matemáticas y en todo lo que tuviera números me iba a ir mal.
Durante los dos últimos años de colegio, las pocas materias numéricas que tomé me valieron, como se dice en buen salvadoreño. Mantenía mi promedio en un 6.5 exacto, iba al baño/biblioteca, o me dormía en clase. ¿Para qué esforzarme si no daba el ancho? En las demás materias no bajaba de 9.5. Hablemos de motivación
Al principio de mi carrera como maestra, tuve la bendición de contar con mentores fenomenales, que me enseñaron que para ser educadora se necesita una combinación de amor, disciplina, pasión, pragmatismo, sentido del humor y un deseo de educar, y que actitudes como las de Mr. Runner eran injustificadas. Por el año 2002, una ex compañera, Educadora Especial, me contrató para dar terapia en inglés en su clínica para niños con necesidades específicas de aprendizaje. Me encantó el campo, así que solicité admisión en el programa de Educación Especial de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Me aceptaron, tomé de mis ahorros, y con eso, y la ayuda de mis padres, me fui a Santiago.
Una tarde, una de mis catedráticas, Doctora en Educación, generó una discusión acerca de cómo la actitud del maestro incide en la conducta del alumno. Yo conté mi historia con Mr. Runner, cómo me había dicho que era estúpida y como eso aún me afectaba. Mientras la contaba, me di cuenta de que el examen que había detonado todo había sido un examen perfecto. La nota había sido producto del deseo de control de un hombre enfermo. Durante quince años había estado encadenada a una mentira creada por la falta de ética de un profesor.
Mi catedrática no sólo escuchó la historia, sino que habló con otra eminencia, mi Catedrática de Estadística Educativa, quien a su vez me llamó a su oficina. Me hizo unas cuantas preguntas y me pidió que resolviera algunos problemas. Al terminar, me mostró mis errores y me explicó era discalcúlica, el equivalente a una persona disléxica, sólo que en números. Y esa mujer, doctorada dos veces ( en educación y en matemáticas), me dijo: “Carmen, aún con discalculia, sacabas diez en los exámenes. Aprendes distinto. No seas víctima de una persona que nunca tuvo que ser maestro”.
En la Pontificia pasé Estadística a la primera con 6/7. Eventualmente, la adolescente que Mr. Runner tildó de estúpida sacó un curso de habilidades gerenciales y fue gerente por doce años en dos lugares distintos. También trabajó por diecinueve años con alumnos con necesidades específicas de aprendizaje, muchos de los cuales son ahora empresarios exitosos y otros algunos han sacado maestrías.
La educación está hecha para *transformar* la vida del educando. He sido maestra dentro y fuera del privilegio y siempre he pensado que es vergonzoso cuando los maestros “etiquetamos” a un alumno, pues le robamos oportunidades. Frases como “no puede cambiar” o “no va a dar el ancho”, o “no sirve para esto” simplemente demuestran que no entendemos nuestro rol de educadores. Cierto, no todo alumno va a responder, y hay alumnos con serios problemas de disciplina que deben ser tratados por otros profesionales. Pero etiquetar a un alumno porque no es igual a los demás, o no aprende igual, o no contesta los exámenes de memoria, es incumplir con nuestro deber y ética como educadores. Cada alumno que sale adelante es un triunfo, pues significa que nos involucramos, inspiramos, y transformamos una vida. Conozco a muchísimos maestros en el sector público y privado que luchan contra viento y marea para que los jóvenes se superen y sean mejores ciudadanos. Para ellos, mis respetos.
En memoria de mis mentores:
•Mrs. Hellen Baillie•Mrs Alice Smith•
•Mr.Jim Bosworth•Ing Xenia Vaquerano•