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El poder como espectáculo

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Por Carlos Gregorio López Bernal
Historiador

El presidente Bukele suele presentarse como expresión de una forma diferente de hacer política. Le gusta ser disruptivo; insiste en presentarse como joven; lo es, pero no tanto. Y ciertamente ha tenido éxito en forjarse una imagen, es lo suyo y está muy bien asesorado; lastimosamente, solo en eso. Sus apariciones públicas son cuidadosamente preparadas, son una especie de montaje escénico. Seguramente que su toma de posesión para un segundo periodo, lo será mucho más. Necesario, para desviar las miradas del tema de fondo; una reelección que lleva la mácula indeleble de la inconstitucionalidad. En 2019 hubo que improvisar mucho. Esta vez las cosas se harán mucho mejor. De ahí la premura para remodelar el centro histórico, el Palacio incluido. Todo debe estar a punto para la siguiente puesta en escena.

La toma de posesión en 2019 se salió del molde preestablecido. Se decidió hacerla al aire libre en un espacio abierto con relativo acceso popular. Se trataba entonces de confirmar en la escenificación del traspaso la ruptura política avalada por la voluntad popular. Sirvió, además, para exponer al presidente saliente, un anciano decrépito de muy mala imagen pública, al escarnio de la chusma; que la había, muchos de a pie, y otros de saco y corbata. El contraste entre un Bukele, entonces de 38 años de edad, con Sánchez Cerén de 75 años, era más que evidente.

Desde 1870, el Palacio Nacional fue el escenario del poder. Ahí se hacían las tomas de posesión presidencial y ahí residían los tres poderes de Estado. Que en una manzana cupieran funcionarios y empleados nos da una idea de lo pequeño que era el aparato de Estado en esos años. Para la segunda mitad del XX, la burocracia había crecido y poco a poco se fue mudando a otros lugares. Se construyó el “Centro de gobierno” a expensas del parque infantil, antes, “Campo de Marte”.

Pero a finales del XIX, el centro histórico reunía en un par de cuadras todos los poderes que gobernaban o mantenían a raya a los salvadoreños. Obviamente, el centro era el Palacio Nacional, que concentraba al ejecutivo, el legislativo y el judicial. Muy cerca estaba la catedral, el poder religioso que legitimaba con el respectivo Te Deum al poder político. Eso sigue siendo así, solo que hoy, a los representantes de la dignidad eclesiástica católica, se agregan los de las sectas protestantes, a veces más solícitos en adular al gobernante. Basta recordar que, en 2019, Dante Gebel, el showman evangélico, vino ex profeso a la toma de posesión y opacó a la representación de la jerarquía católica.

Al lado norte del Palacio Nacional, estaban otros dos centros de poder importantes. Primero la Universidad de El Salvador, que por entonces representaba el poder del saber; además muchos de sus graduados terminaban ejerciendo el poder político. Hoy día es un poder disminuido, pero sigue siendo importante. Incluso podría pensarse que políticamente es una institución inocua, al menos así la hacen ver sus autoridades, desde hace rato. Pero no está claramente sometida al poder hegemónico, lo cual explicaría ciertos gestos y acciones del ejecutivo hacia ella.

Inmediatamente después de la Universidad, estaba la Escuela Politécnica Militar donde se formaban los oficiales del ejército. Su papel no necesita mayor discusión: representaba la fuerza de las armas, sosteniendo al poder político. Vale decir que ese papel aumentó considerablemente a medida que transcurría el siglo XX, al punto que desde 1931 hasta 1992, la política nacional estuvo supeditada a los militares. Su injerencia en lo político disminuyó con los acuerdos de paz, pero se ha acrecentado significativamente desde 2019. No debiéramos olvidar otro gesto disruptivo del presidente Bukele en su primera toma de posesión, cuando les exigió a los militares un juramento de fidelidad, no a la Constitución, sino a su persona. En aquel entonces, algunos lo vieron como un simple acto de provocación, hoy vivimos las consecuencias.

Con lo planteado anteriormente, se puede entender, o al menos ver de otra manera los actos de toma de posesión presidencial. Se pretende darles un aire de cambio, de ruptura incluso, pero en el fondo es un volver al pasado, al pasado autoritario, poco democrático y excluyente. La muestra más clara de esa exclusión son los cambios en curso en el centro histórico. Queda claro que ahí ya no caben los vendedores al menudeo ni los pequeños comerciantes. Tampoco los indígenas cabían en los proyectos políticos y económicos del siglo XIX; se les veía como un obstáculo. Estaban destinados a desaparecer arrollados por el progreso. En tal sentido, seguimos siendo muy decimonónicos.
Entonces, hacer la toma de posesión en un espacio, cuya historia está íntimamente enlazada con el poder, no es una decisión ingenua, es algo calculado. Frente al Palacio se alza la estatua de Gerardo Barrios, un presidente autoritario, megalómano y amante del boato que pretendió perpetuarse en el poder. Al sur se alza el edificio de la BINAES. Barrios representaría el continuismo decimonónico, la BINAES la pretensión de un cambio al vacío, pues ha sido vaciada de la historia. Pasado y presente materialmente representados en apenas dos cuadras.

En cierto momento, el presidente descenderá por las escalinatas del “remozado” Palacio Nacional y saludará al pueblo. No para someterse a su voluntad, sino para que le rinda pleitesía: en pleno siglo XXI, nuestra ciudadanía conserva muchos rasgos de Antiguo Régimen.

Historiador, Universidad de El Salvador

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