El populismo, tal como se ha puesto en práctica en bastantes países, se asienta sobre ciertas “verdades” o convicciones que a fuerza de repetición y machacona propaganda han terminado por ser incuestionables (al menos para algunos).
La primera -y de allí su nombre- es que el pueblo no solo puede, sino que debe gobernar.
La segunda es que el pueblo (otra vez) tiene una voluntad única común a todas las personas. Una voluntad no solo singular, sino monolítica, sin fisuras, por lo que tiene capacidad para gobernar; eso sí, a través de sus legítimos (pues los populistas no se cansan hasta poner la ley de su parte) y auténticos (esto es más difícil de conseguir) representantes.
Una tercera verdad es que quienes gobiernan lo hacen por un mandato claro y distinto del mismo pueblo que los ha elegido. Un mandato que todos conocen pues los mandatarios y sus funcionarios no se cansan de repetir una y otra vez en qué consiste… y, como es prácticamente imposible corroborar si están o no en lo correcto. En este caso no solo tienen la sartén por el mango, sino el micrófono, las cámaras, y las redes sociales bajo su permanente control.
Otra de esas verdades fundamentales es que la democracia es un autogobierno de la gente y para la gente. Una democracia, que no se basa en una mayoría -como estábamos informados- sino una “mayoría aplastante”, y que no admite disidentes ni opositores pues quienes osen contradecir, simplemente, no son parte del pueblo… más aún, son sus enemigos.
Así, si uno es “pueblo” tiene la obligación de aceptar el gobierno de quien gobierna, pues lo contrario es aceptar necesariamente que no se pertenece al pueblo, sino al conjunto de inadaptados políticos que no han comprendido aún cómo son las cosas; y, por lo mismo, deberá atenerse a las consecuencias.
Así se llega a la paradoja de que quienes creen que gobiernan son, en realidad, gobernados. Y por ello elementos esenciales de la democracia como la representatividad política, el derecho a pedir cuentas a quienes ocupan puestos de gobierno, la posibilidad de tener partidos políticos, el poder acoger en el seno de una misma sociedad personas con perspectivas e ideas que disientan del discurso oficial, etc. Son solamente espejismos que en cuanto el ciudadano, persuadido de su existencia, se acerca para verlos con más detalle, simplemente, desaparecen.
Los populistas alimentan la ficción: hablan y actúan como si sus promesas deberían ser mantenidas, como si “toooda” la gente tuviera una sola idea acerca de la res pública, como si el pensamiento de la gente fuera monolítico, como si hubiera opciones diferentes a ellos (a los que gobiernan) en las elecciones, como si la población fuera dueña de su propio destino y protagonista en la resolución de todos los problemas.
Todo sobre la base de una tremenda paradoja: populismo solo puede darse en un contexto de democracia representativa. Es decir, éste se convierte en un gigantesco “matapalo” que se instala en el árbol sano de la democracia y poco a poco va chupando su savia hasta que únicamente queda populismo, verde y sano, sostenido por el cadáver hueco de una democracia desecada.
El populismo termina así siendo algo maravilloso, que -no es de extrañar- medre muy sanamente en el reino del “realismo mágico”, especialmente en el contexto latinoamericano. Pues, esa idea misteriosa e infundada de que todos tienen una misma voluntad y unas mismas propuesta políticas, no puede hacerse realidad en el seno de una sociedad formada por individuos, sino solo dentro de una comunidad que se perciba a sí misma como un colectivo necesitado de que alguien tome las decisiones por todos; convencida -además- de que las resoluciones no son más que lo que cada individuo concreto dentro de la comunidad habría tomado por cuenta propia si estuviera ocupando cargos de gobierno.
Ingeniero/@carlosmayorare