Ya van Uds.… no es de ese partido que les vengo a hablar —no sean mal pensados—, sino de un partido político que así fue calificado por las décadas que estuvo en el poder en nuestro hermano país, los Estados Unidos Mexicanos. Me refiero a nada más ni nada menos que al Partido Revolucionario Institucional, el PRI.
Solo Dios —o el diablo— conocen cómo el PRI se las arregló para ganar arrolladoramente durante setenta años, todas, toditas, las elecciones presidenciales, y casi todas —por no decir todas— las elecciones para gobernadores, alcaldes y diputados. Pero como decía mi abuelita, “empecemos por el principio”.
El PRI nació en 1917 y pronto, ya para 1920, evolucionó en la época posrevolucionaria mexicana para convertirse en un partido “hegemónico”, es decir, en uno cuyo poder es tal que no permite una competencial “real” por el poder y control político, sino que solo permite una mera participación “formal” por parte de otros partidos políticos segundones, que aunque carecen de posibilidad real de alcanzar el poder, al participar en las elecciones permiten continuar llamando al sistema una “democracia”.
En consecuencia, a partir de su fundación, el PRI tomó impulso y se fortaleció bajo el mandato del presidente Plutarco Elías Calles (1929), profundizó en todo tipo de control político bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas del Río y se convirtió ya en una aceitada e infalible máquina electoral en la década de los 40 con Miguel Alemán Valdés, quien, por cierto, fue el primer presidente civil de México. Dicho de otra forma, el PRI nació con Plutarco Elías Calles, se corporativizó con Lázaro Cárdenas, se desmilitarizó con Manuel Ávila Camacho y se convirtió en una muy eficiente “empresa política” con Miguel Alemán Valdés.
La estructura política del “invencible” como partido y como vehículo de gobierno era similar al de una pirámide, donde el presidente de la nación se encuentra en el pináculo de la estructura, en una posición de poder única, indisputable e incuestionable. Tal como en algún momento lo dijera Santo Tomás: no se movía ni una hoja si el gran hombre no lo autorizaba.
El fenómeno del presidencialismo dentro del PRI fue objeto de estudio académico por parte del autor Jorge Carpizo, quien observaba que, en México, el presidente no solo es el líder del país, tanto a nivel constitucional como político, sino que era quien, en última instancia, decidía la acción del gobierno y encausaba la actividad del congreso federal, de los gobernadores, del PRI como institución política, de los municipios, del sector paraestatal e incluso, marcaba el ritmo y el rumbo de la iniciativa privada, así como de las principales organizaciones obreras y campesinas.
A medida que la maquinaria política y electoral del PRI se fue aceitando y perfeccionando durante siete décadas del Siglo XX, logró la construcción de un entramado de lealtades políticas y clientelismo empresarial, acorde a las necesidades del presidente de turno (en México no se permite la reelección. Art. 83 Cn mexicana). De esa forma el PRI como sucede con el fenómeno gravitacional de los cuerpos celestes con enormes masas, atrajo hacia sí los cuerpos más pequeños, fuesen estos miembros de la gran empresa o la PYMES, sindicatos, gremiales, universidades, medios de comunicación. Todo. De hecho, no deja de ser significativo el lema del PRI: “Dentro del PRI, todo; fuera del PRI, nada”.
Los campesinos, obreros y el sector burocrático se triangularon para edificar una armonía de poder proyectada tanto al interior del partido —bajo la figura de cuadros y bases políticas—, tanto como hacía el exterior: acallamiento de voces discordantes, no obedientes o disidentes. Lo anterior no era “gratis”, ser miembro del partido garantizaba disfrutar privilegios y prebendas dentro de cada una de las estructuras políticas existentes: desde garantizar un puesto burocrático, lograr un ascenso dentro de la escalera administrativa u obtener un simple aumento de sueldo.
El poder político del PRI mantuvo su vigencia incuestionable por setenta años: desde 1920 hasta inicios de la década de 1990. Las instituciones, las políticas públicas y la burocracia partidista hacían girar las ruedas engranadas del régimen de partido único de forma casi perfecta a través de un esquema de lealtades internas y externas mezclado con una muy pobre capacidad de organización de la oposición política.
Dadas esas características de la política mexicana, no resulta extraño que las votaciones se hubiesen reducido a un acto simbólico, una especie de “liturgia democrática” que, al guardar algunos de los aspectos más formales de esta, permitía la simple sucesión del poder de un miembro del PRI a otro, de forma ordenada, cada seis años.
Pero… nada dura para siempre. La erosión del poder del PRI no ocurrió desde fuera sino desde dentro: luchas por el poder político. Bien dicen que para que la cuña apriete tiene que ser del mismo palo. Gracias a Dios, el fenómeno del PRI, como movimiento político, fue un caso de estudio único en el continente, exclusivo para México… ¿o me equivoco?
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica