Cuando pasábamos a séptimo grado en el Liceo Salvadoreño y dejábamos los pantalones caquis, nos tocaba aprender a escribir a máquina. La encargada de dar esas clases era una amable maestra cuyo nombre se ha perdido en los recovecos de mi memoria pero a quien todos llamábamos cariñosamente “Doña Tecla”.
Ella nos enseñaba con paciencia de santa, la forma correcta de ubicar los dedos sobre el teclado, la forma de como estirar el meñique para hábilmente poner una mayúscula sin levantar los demás dedos, sobre como los pulgares siempre deberían estar sobre la barra espaciadora.
Para los exámenes finales nos hacía transcribir un texto, con cronómetro en mano, habiéndole puesto previa y pacientemente, a cada máquina, un tirro para tapar las letras del teclado, de tal forma que te las tenías que saber de memoria… en aquellos lejanos años ochenta, ni me imaginaba lo útil que me iban a ser sus enseñanzas.
Del colegio pasé a la Facultad de Derecho en la Universidad. Mi aspiración era conseguir un trabajo en los tribunales, lo más pronto posible, porque el dinero apretaba. De paso, podría desarrollar en la práctica lo que se aprendía en las aulas. Estuve “meritoreando” (una forma elegante para decir “trabajar sin que te paguen”), en el Juzgado Primero de lo Civil, hasta que salió una plaza en el Juzgado Cuarto de lo Civil, bajo la dirección de la Doctora Gloria Palacios Alfaro, de grata recordación.
El ascenso para alguien sin conectes como yo, siempre era lento y algo tortuoso, el empleo que conseguí fue de archivista. Pero como siempre digo: “unos van por el ascensor, otros por la escalera y el resto por la ladera”. Pero lo bonito es siempre ver lo positivo de la vida: se trataba de un trabajo fijo remunerado, que me daba tiempo para estudiar y, encima, me daba acceso a todo tipo de expedientes que me permitía ver y analizar en la práctica, como se aplicaba el derecho.
Luego se me dio otra oportunidad y me ascendieron a asistente del juez (cargo que se conoce como “resolutor” en la jerga de los tribunales) y bajo ese cargo, todos teníamos que recibir declaraciones de testigos cuando se abría a pruebas un expediente. Cuando un testigo estaba declarando, no se le podía interrumpir, por lo que los dedos volaban sobre el teclado. Tampoco podíamos parar e interrumpir la declaración a efecto de enmendar errores o hacer cambios de sintaxis… ¡pero yo venía bien coacheado por los exámenes de Doña Tecla!
Una de las herencias más queridas de mi padre, fue una máquina de escribir Triumph. Dura y pesada, hecha de puro hierro. Escribía con letra cursiva. Para financiar mis estudios yo trabajaba los domingos para varios notarios pasando en limpio contratos de arrendamiento, a ciento veinticinco colones por contrato (un poco más de diez dólares) ¡Negociazo redondo!
Pensar en plantillas al escribir a máquina es ridículo, tenés que copiar todo desde cero y una distracción, un error, implicaba repetir todo el documento. De esa forma, te aprendías los contratos y las cláusulas de memoria, así como la ubicación de las letras en el teclado ¡gracias otra vez, Doña Tecla!
Tus mejores amigos en esa época era el borrador Radex, el liquid paper y borrador de escobilla. Si te acuerdas de ellos, me alegra mucho que hayas sobrevivido al covid. En todo caso, yo moría de envidia cuando visitaba las oficinas de los abogados ya en pleno ejercicio, que tenían máquinas de escribir eléctricas que contaban con una misteriosa bola llena de tipos, que emitía un zumbido constante, como si se tratase de una especie de abeja epiléptica. Veía a sus elegantes secretarias tomando dictados y -¡oh, la tecnología!- borrando errores con una cinta blanca previamente instalada en la máquina. ¡Envidia de la buena!
Pasé de los tribunales a ser colaborador jurídico en un despacho privado y me enfrenté con una amenazadora pantalla azul que operaba bajo el sistema MS-DOS (no tiene nada que ver con las maras…). Ahí empezamos a utilizar plantillas y modelos, lo que hacía el trabajo infinitamente más fácil y rápido. Era un mundo de discos duros de un mega, de discos floppy, de impresores matriciales que imprimían tus documentos con un montón de puntitos que formaban palabras y de dedos llenos de tinta cuando la rebobinabas. Ese fue el mundo en que yo crecí. Luego vino Windows y sus miles de funciones, el internet y acortamiento de las distancias.
Ahora, para hacer correcciones en documentos que no se pueden reimprimir, en mi oficina tengo una máquina de escribir “moderna” (desde mi perspectiva). Mis hijos llegaron y me dijeron “¡wooow! ¿Qué es esto? ¿Un fax? ¿Un teletipo? ¿A dónde se le mete el papel?”… y yo pensé para mis adentros… de plano que ha pasado el tiempo, menos mal que no los escuchó Doña Tecla.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica