Mamá nunca se fue, porque siguió viviendo en mí, al medio del llano imaginario de los tulipanes. Si veo un amanecer, ella lo ve a través de mis ojos. Si el viento feroz hiere el lirio de mi alma, ella también resulta herida. Si canto una canción lejana, ella canta en mi recuerdo. Tulita “Tulipán” nunca se fue. Tan sólo marchitó en el llano. Es cierto que al perderla, la mitad de mí se fue con ella. Como pierde en un día la tulipanera su eternidad. Por eso no la espero. Porque al irse quedó en mí. Ella -que siendo la mitad de mi ser- ¡Me dio entero todo el amor! Cuando niña le llamaban “Tulipán.” No sé si por bella o por la vida breve de los tulipanes. Después de hermosear el día -de cuando fue feliz- ella renacería en el llano de la tulipanera. “No llores cuando me aparte de ti -me decía siendo un niño-. En todo atardecer siempre hay un sol que ya no vuelve. Tarde o temprano, los seres que amamos parten por la llanura, dejándola florecida de amor. Se van, dejándonos a este lado azul de la nostalgia. Sin embargo, mucho de ellos queda vivo en ti. No me esperes mañana si me ausento. Porque la mitad de mí habrá quedado viviendo en ti, que eres la mitad de mi ser.” Y allá vuelvo a encontrar cuando niña a “Tulipán”, con su gato blanco, enroscado en sus piernas como una nubecilla blanca y con bigotes. El gato murió en un incendio y la niña -de pelito corto y un mirar de estrellas- se fue por una vereda a buscar el día lejano del gato y del amor. Es el patio de la flor imaginaria que a veces encuentro cuando cierro los ojos o al abrir la puerta del frío muro del adiós…
Madre: eternidad de la tulipanera
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