Por allá por 1994 me estrenaba como maestra de tercer ciclo de educación básica. Una de mis alumnas destacadas era Jenny. Ella tenía nueve años, era buena alumna, jugaba basquetbol, era popular con sus compañeras, era bonita y simpática. Además, era parte de las “Misioneritas”, un programa de niñas parecido a los Scouts, que yo dirigía los sábados. Jenny cosía, cocinaba y se aprendía versículos bíblicos con mucha facilidad. Su familia era generosa y muchas veces prestó su casa en el mar para actividades.
Una vida idílica —pensaba yo— al ver luchar a otras niñas con situaciones familiares dolorosas.
Y entonces apareció el morete, y el otro, y el otro, y de repente toda su pierna izquierda se inflamó. No era cáncer. Los resultados eran negativos. Jenny ya no podía mover su pierna. La hospitalizaron. Y allí, de puro milagro, hubo un diagnóstico.
Repito lo que me dijeron entonces, y cómo lo recuerdo. Algo en Jenny creaba coágulos de sangre en sus venas y arterias. Esa noche, los médicos removieron un coágulo de su pierna izquierda. Le dieron anticoagulantes y volvió a la escuela por dos semanas con mil prohibiciones: no podía comer esto o aquello, no podía jugar basquetbol. Así que se llegaba a sentar a mi salón a dibujar durante el recreo.
Un día levanté la vista y me di cuenta de que ella estaba viendo hacia el vacío. Me contó que una de las niñas tenía una fiesta, pero que no la había invitado. Repito, yo era maestra novata y le pregunté a mi otra alumna el porqué.
“Mi mamá tiene miedo de que le pase algo en casa, Miss. Por eso me dijo que no la invitara”…
¿Dramático? Sí, me pareció dramático. Pero, en retrospectiva, Jenny no podía hacer nada y le podía pasar cualquier cosa. Eso la afectó. Eso y todos los NO. Y durante todas las reuniones de maestros, la eterna pregunta era cuán sabio era tener a Jenny allí.
Que nunca se tomó ninguna acción, porque hubo otra recaída (esta vez, si mal no recuerdo, en la pierna derecha) y la mamá de Jenny consiguió llevarla al National Institute of Health (NIH) en Washington. Su abuela me mantenía al tanto: “que no se podía mover y la tenían en una camilla que se daba vuelta”; “que hoy había salido”; “que hoy había empeorado”…
En aquellos tiempos de casi nulo internet, le mandamos a Jenny sus libros y copias de sus lecciones por fax. Un tutor del NIH se encargó de trabajar con ella en el hospital. En los escasos períodos en los que no estuvo hospitalizada, Jenny igual llegaba al hospital. Pero los anticoagulantes le causaban hemorragias internas y, al final, un año y medio después, la desahuciaron y la mandaron a vivir a El Salvador con una dosis paliativa.
¿Y qué creen? La dosis paliativa funcionó. Dejó de tener hemorragias internas, no se formaron más coágulos y lentamente volvió a la vida. Pero no podía jugar basquetbol y, recuerdo, una vez que me la llevé de retiro, andaba tras de ella como una copa de cristal.
Y los niños son niños —un año y medio es muchísimo tiempo—. Sí, hubo niñas que la acuerparon, pero era la edad de los grupitos, y otro grupito se encargó del bullying. A veces por cosas tontas: le temblaban las manos y su letra era fea. Por el tiempo que había pasado acostada y para evitar golpes, caminaba lento. Uno de maestro puede regañar y explicar, lo que no puede es incidir en la vida social.
Jenny murió, al final, de una manera tan no sé cómo describirla. Era Semana Santa y se fue a la casa del mar, sin amigas. Le pidió a su abuelo andar en el Jeep (los de los 90 se acordaran de las tricimotos y jeeps en la playa). El abuelo no podía, pero mandó al que cuidaba la casa que manejara, y el jeep saltó en un embanque de arena. Jenny rompió el parabrisas, golpeó un tronco y se rajó la cara. La trataron de salvar llevándola a un hospital en Sonsonate, pero el anticoagulante aceleró la hemorragia. Cuando la vi, en el funeral, me di cuenta de que había perdido un ojo.
Treinta años después, esto todavía me persigue. De una vida tan feliz pasar a algo así. Pero quizás lo que más me duele es la soledad en que vivió su último año. Me enteré de que las niñas tenían otra fiesta esa noche. Estaba en la playa porque no había sido invitada.
La gente piensa que las columnas se opinión son para criticar al gobierno o defender un punto. No, uno escribe para dar una opinión. Jenny fue compañera de algunos legisladores. Ellos la recordaran si leen esto.
El tema de la escuela del Bloom es complicado. Yo siempre estoy en pro que un niño viva tan normalmente como se pueda. Yo creo en la inclusión. Pero también sé que, como sociedad, somos crueles. Uno de grande, siendo enfermo crónico, aprende a ignorar. Un niño, o peor, un adolescente, no puede porque no esta listo.
Me encantaría que esta situación con la Escuela del Bloom terminara, no en otro conflicto, sino en una ley que brindara apoyo a los niños con cardiopatías, problemas renales y enfermedades crónicas, para que puedan continuar sus estudios en un ambiente emocionalmente seguro hasta que estén listos para asumir su enfermedad. Es, verdaderamente, una deuda histórica que se tiene con la niñez. Y quisiera también que los salvadoreños entendieran que el niño enfermo tiene sentimientos y que le enseñáramos a nuestros hijos a ir contra corriente y ser los primeros en extender la mano.
Porque saben, lo más duro (y lo que hemos experimentado tanto los enfermos crónicos, como los padres y niños y niñas enfermos crónicos) es que a veces uno dice “qué linda es la vida”… Y al día siguiente el diagnóstico la cambia para siempre…
Un beso hasta el cielo, “Jenny”.
Educadora.