La Novena Cumbre de las Américas será en Los Ángeles a partir del día 6, pero el 8 es cuando llegarán los mandatarios.
AMLO se ha transformado en el Santo Patrón de las dictaduras: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Ha amenazado con no ir a la cita californiana si las tres dictaduras no son invitadas. (Como “Andrés López” le parece una vulgaridad, los utiliza todos, para desesperación de los vecinos estadounidenses: Andrés Manuel López Obrador).
Hay que recordarle que la primera carta, la de Clinton en 1994, afirmaba, claramente, que “son reuniones de Jefes de Estado elegidos democráticamente”. O, por lo menos, pertenecientes a la OEA, y en ninguno de los tres casos se han mantenido dentro de la organización.
En la Quinta, en Trinidad-Tobago, acosaron al inexperto presidente Barack Obama con el tema del embargo a Cuba. Creyó que el fin del embargo era un clamor popular. Era abril del 2009. Había comenzado su primer mandato el 20 de enero. En el 2014 se habían reanudado las relaciones entre los dos países. Pero en la Séptima Cumbre, en el Panamá de Varela, en 2015, se había presentado Raúl Castro y ultimaron los detalles para una visita de Obama a La Habana.
La visita se produjo en marzo del 2016. Muy cerca del fin de su mandato. Obama dio un sensacional discurso en el que dijo muchas cosas que los cubanos ansiaban escuchar. Raúl Castro casi lo acusó de pretender derrocarlo y de tener ‘intenciones ocultas’. Desde ese momento Obama, no obstante, se convirtió en un ídolo de los cubanos dentro de la Isla, pero alguien muy confundido e ingenuo en el exilio.
Esa dicotomía se observa todavía hoy. Los cubanos dentro de la Isla aman a Joe Biden, pero fuera de Cuba, en números grandes, aman a Donald Trump. Los cubanos, dentro de la Isla, asocian a los demócratas a una etapa de esperanzas y de alivio de las miserias económicas y no les importa si el fin último consiste en derrocar la tiranía. Simultáneamente, los cubanos fuera de la Isla abominan de cualquier concesión al gobierno de Díaz Canel, sin parar mientes en que conduzcan al final de la dictadura.
La primera cumbre
Recuerdo la Primera Cumbre de las Américas. Fue en 1994. Me invitó Luis Lauredo, entonces embajador ante la OEA por el gobierno de Bill Clinton. Existía el propósito de tratar los asuntos regionales dentro de esa institución. Cuba era un “asunto regional”, y el embajador Lauredo, con fama de muy competente, tenía la misión de monitorear los movimientos de lo que ya se llamaba “el Socialismo del Siglo XXI”.
Su función casaba muy bien con algo que le escuché decir a una persona que conocía el intríngulis del Partido Demócrata en relación con Cuba. En los Ochenta, Bill Clinton había perdido la gobernación de Arkansas por comprometer a su gobierno con la llegada de 125,000 cubanos por el puerto de Mariel. Al cabo de los tres minutos que le asignaron a Cuba en la transmisión de mando, el único comentario que hizo Bill Clinton fue: “no quiero que me sorprenda otra vez. Espero que la CIA sepa lo que está sucediendo en esa Isla”.
Guerra bacteriológica
Lo sabía. “Los cubanos” estaban elaborando un complicado plan para hacerle creer a los servicios estadounidenses que ya tenían lista la guerra bacteriológica para enfrentar una hipotética invasión. Era la bomba atómica del pobre. Fidel, colocado en el centro del universo por su propia personalidad, no podía creer que lo menos atractivo para Bill Clinton era desembarcar a los marines en Cuba.
Pensaba que ese “gringuito” inexperto, que había sacado menos votos que Michael Dukakis y que estaba en el salón oval por obra y gracia de la inesperada candidatura de Ross Perot, no podía resistirse a la vieja hipótesis de la “fruta madura”, una especie de teoría conspirativa del siglo XIX por la cual el destino de Cuba era formar parte de la nación estadounidense, algo en lo que podía creer Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos (1801-1809), pero no Bill Clinton, el primer presidente de EE.UU., después de 1945, que no había participado de la Segunda Guerra Mundial y ni siquiera le había tocado la Guerra Fría.
Yo venía de un viaje por las cancillerías del Este de Europa, incluida Rusia. Todas vieron –unas más y otras menos– una oportunidad de liquidar el estalinismo cubano, pero invariablemente me preguntaban: “¿Hasta qué punto Estados Unidos está dispuesto a comprometerse?”. Aproveché la visita a Miami para confirmar lo que ya intuía: Estados Unidos no quería aprovechar la debilidad manifiesta del gobierno cubano en aquellos años azarosos para acelerar el fin del disparate castrista. La tesis de republicanos y demócratas era que la Isla no presentaba un peligro para EE.UU. y era mucho más beneficioso ver los toros desde la barrera que apresurarse a liquidarlos. Al fin y al cabo, el régimen estaba totalmente “podrido” y no tenía capacidad (creían) para hacer daño.
“Y pasó el tiempo y pasó un águila sobre el mar” (Martí dixit).
Estamos en la Novena Cumbre. Ya existen dos dictaduras latinoamericanas a las órdenes de Cuba: Venezuela y Nicaragua. El marxismo colectivista ha desaparecido de la faz de la Tierra. En China, en 1976, tras la muerte de Mao, comenzó un regreso acelerado a la propiedad privada. Pero el suceso de mayor importancia acaeció en la URSS. Tras su implosión, en 1991, se inició la privatización hacia el “capitalismo de amiguetes”. Muy pronto derivó hacia las élites cercanas a Putin, los llamados “oligarcas”.
Por aquellos años, Fidel Castro diseñó un compromiso híbrido entre el marxismo y las tiranías: el Capitalismo Militar de Estado. El CME no dejaba libres las manos o la imaginación de los inversionistas. O se amoldaban a los planes previos de desarrollo trazados por los militares, o no lograban nada, con lo cual amputaban el rasgo más productivo de la economía libre. [©FIRMAS PRESS]
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