Año 2005. Misa del domingo de Resurrección en un colegio. Hemos ido para recoger a la mayor de las hijas que regresaba de misionar junto a otras decenas de bulliciosos jóvenes. Ensordecedores cánticos y porras gritados a voz en cuello generaban un ambiente de jolgorio. Así, hasta que empezó la misa: respetuoso silencio y genuina atención; dulces los semblantes, dispuestos los corazones, elevadas las almas: comunidad de cristianos felices celebrando la resurrección de Cristo y el regreso de los hijos a los hogares. Terminada la misa, vuelven los gritos atronadores que van mermando mientras se multiplican los abrazos efusivos de padres limpios, bañados y olorosos a aquellos vigorosos cuerpos uniformados en camisetas sudadas, pantalones vaqueros azules que se pararían solos de tanto uso, coloridos paliacates, y cabelleras con olor a sol y a sudor. Alegría tan diáfana y justa que me hizo recordar experiencias pasadas, me ilusionó con esa juventud y me ganó a la causa.
Año 2015. Nuestra primera misión como “Familia Misionera” con la pequeña (de 7º. grado para entonces), pero sin las grandes quienes ya habían ofrecido, una tras otra, un año entero de voluntariado lejos del país. Fuimos por tres días: de Domingo de Ramos a miércoles santo. Destino: Chalatengo, hasta el cantón Los Planes, allende La Palma, San Ignacio y Miramundo. En esa ocasión, Dios nos dio la oportunidad de acercar de nuevo a la iglesia nada menos que ¡a Jesús y María! Cuando los visitamos en su casa, distante más de tres kilómetros de la iglesia del cantón, Jesús impresionaba por su bajo peso, mal semblante, cuerpo huesudo y pocas fuerzas. Pero lo que más lo preocupaba era la úlcera infectada en la pierna izquierda de María, quien apenas podía caminar. De lo único que nos hablaron ese lunes, empero, fue de su hijo menor, desaparecido hacía dos o tres meses. Siempre estuvo enamorado de la luna -dijeron-, salió a verla una noche de plenilunio y nunca volvió. Todos los esfuerzos de búsqueda fueron vanos: al joven se lo tragó la tierra o se lo llevó la luna. Nunca se supo. Jesús y María cayeron en una profunda tristeza desde entonces y la vida se les hizo pesada de llevar. Luego de leer y comentar los versículos del día (“Así como una rama no puede dar fruto por sí misma, separada de la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si están separados de mí” Juan 15: 1-14), les informamos que al día siguiente habría confesiones en la iglesia. Jesús nos suplicó que lleváramos al sacerdote a su casa. “Lo necesito con urgencia” dijo secamente. Imposible, nos dijeron los organizadores, pero nos permitieron que fuéramos por ellos en un pick up para llevarlos a la iglesia. ¡Cuánta alegría desbordaron durante el trayecto: iban a ponerse en paz con Dios! Al llegar, vimos la cola inmensa de tanta gente que había llegado a confesarse. Al comentarle al sacerdote la situación, los hizo llevar para confesarlos una tras el otro. Qué peso habrán cargado y por cuánto tiempo que, luego de cumplida la penitencia impuesta, se los veía tan ligeros y apacibles. Esperar la comunión de la misa era impensable: llegaríamos de noche a su casa y no se lo podían permitir. ¡Tanto esfuerzo para irnos sin la recompensa!, expresaron con tristeza. Alguien nos dijo entonces que las monjitas, en ocasiones, guardaban Formas Consagradas que administraban a discreción. Fui a polongonear la puerta –el sol estaba ya cayendo- hasta que fue entreabierta por una de las religiosas a quien expliqué la situación. Aguanté el natural regaño por la intensidad del polongoneo, pero después se avino a la petición y se vino conmigo. Caminamos hasta el pick up al que se subió para ofrecer devotamente la comunión a la dulce pareja de viejitos. Mientras le agradecía, y para evitarle un patatús, omití decir a la seria monjita que acababa de administrar el sacramento de vida a Jesús y María.
¡Qué regreso a casa! Exultantes de alegría, no paraban de agradecernos la gestión. “Lo habíamos deseado desde hacía años, pero la iglesia nos queda tan lejos …”. Ese jueves que nosotros ya no estaríamos habría una jornada médica: los médicos del grupo darían consultas a quienes las necesitaran. Rogamos encarecidamente que no dejaran de verle la pierna a María, que no había sanado –nos había contado ella- a pesar de los emplastos, aguas frías y calientes, hierbas y menjurjes, vendajes y amarres que le había hecho. Nos venimos. En la misa de recibimiento del Domingo de Resurrección nos enteraron que María había muerto ese mismo jueves, víctima de un sangramiento en la pierna que ni los doctores pudieron parar. Me quedé helado: la confesión y comunión del martes resultaron ser también la extremaunción para María. ¿Quién podría haber pensado que las cosas pasarían así? Imaginé por un instante la desolación y abatimiento de Jesús en aquella oscura y ahumada casa, llena ahora de soledad, muerte y recuerdos. Me reconfortó el recuerdo de la íntima y apacible alegría que sus arrugadas caras reflejaron aquel martes del reencuentro y agradecí a Dios por habernos permitido ser sus instrumentos ese día.
- Hoy es la “misa de envío” para las misiones de este año, esperadas desde que, en 2020, la pandemia nos suspendiera la vida en este limbo del que empezamos a salir y que el “estado de excepción” pusiera en vilo. Desde aquella vez primera, misionamos toda la semana, siempre que nuestros usados cuerpos lo aguanten. Los pobres, con grandes esfuerzos y fuerzas cada vez más exiguas, lo han logrado hasta ahora. Siempre hay algo en las misiones que entona el alma, enardece el espíritu y nos recuerda que “no solo de pan vive el hombre…”. Desde aquellos años duros y tristes de “Las casas de cartón” se escucha la falaz pregunta de qué es mejor, si las acciones o las oraciones. Falso dilema que todavía he escuchado en boca de algunos en tiempo reciente. No es lo uno o lo otro, amigo querido, sino lo uno y lo otro, dos caras de una misma moneda que acuñó Aquel cuyo martirio y resurrección empezaremos a rememorar desde mañana mismo. Quiera Dios que celebremos con igual alegría este año el Domingo de Resurrección. Ora pro nobis
Psicólogo/ psicastrillo@gmail.com