La idea de santidad, desde el mundo de los laicos, pareciera bastante deformada. Gente rara, algo tristona, alejada de la realidad diaria, con poses rebuscadas. Gente incapaz de matar una mosca.
Lo peor ha sido el secuestro de la santidad por parte de curas y monjas. Basta examinar el número de santos y santas canonizados provenientes de conventos y seminarios en comparación con los santos y santas laicos, los de a pie.
Es, por tanto, providencial que el papa Francisco haya abierto el telón de la santidad para el mundo-mundo: la gente corriente, el hombre de la calle, los santos anónimos. Los que no hacen milagros.
Las bienaventuranzas las proclamó Jesús cuando todavía no había curas ni monjas. Por tanto, era la proclamación de un modelo de santidad al alcance del ancho pueblo, no de un grupo selecto.
La carta magna de la santidad se encuentra allí, en las bienaventuranzas, que son el perfil del discípulo de Jesús. Y llama la atención la insistencia machacona de la expresión “bienaventurados", que, traducida en lenguaje de la calle, quiere decir “dichosos”, “felices”. O sea, la fórmula para una vida feliz.
Jesús habla de tesoro escondido, perla preciosa, una propuesta de vida que amplifica nuestra calidad de vida. No la estrecha calidad de vida que se centra en el disfrute egoísta del éxito. Sí la capacidad gozosa de dar la propia vida para que los otros, los desheredados, tengan vida abundante.
Ser santo es la normalidad, no la excepción. Es vivir el evangelio, seguir a Jesús con alegría, como quien se ganó la lotería. Es el arte de donar la vida para ganarla. Todo eso con normalidad, sin pretender milagros ni visiones ni poses rebuscadas ni hábitos anticuados.
Suena actualísima la fórmula revolucionaria de santidad salesiana como la puso Don Bosco en boca de santo Domingo Savio: “Aquí hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”.
Sacerdote salesiano.