La coincidencia de ideales entre las iglesias y el Estado se produce cuando ambas entidades poseen un compromiso serio con la consecución de la justicia. El mandato divino para el Estado es el de ser «servidor de Dios para el bien», lo cual, también es expresado constitucionalmente como «la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común». Por su parte, las iglesias han recibido la comisión de «hacer justicia, amar misericordia, y ser humilde ante Dios» (Miqueas 6:8). En consecuencia, existe un espacio de conjunción entre los fines de las iglesias y el Estado que debe ser aprovechado para la promoción del bien común. La colaboración de las iglesias debe producirse de manera totalmente separada del proselitismo electoral y enfocada en la gran causa de justicia para todos.
Cuando el Estado erra en cumplir su comisión, o actúa en sentido inverso, las iglesias no quedan eximidas de su responsabilidad; por el contrario, adquieren nuevos desafíos y dificultades que enfrentar. En lugar de tener a un aliado para la construcción de la justicia, se encuentra con un Estado que puede erigirse en oponente de sus esfuerzos. Ese Estado descarriado puede escalar y alcanzar condiciones de absolutismo. En tal situación, la misión de las iglesias se ve comprometida de muchas maneras y aún su mensaje de paz y reconciliación adquiere tono subversor cuando en lugar de acompañar al odio propone los entendimientos y la concertación.
Frente al absolutismo, la opción de las iglesias está claramente definida en las Escrituras: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29). El asunto asciende así a un punto en que se dirime solo sobre la base de la fidelidad. La lucha por la justicia debe estar por arriba de cualquier otra responsabilidad hacia el Estado, ya no se diga sobre las simpatías personales. En el fondo, se trata de un tema de lealtad a principios que no deberían ser negociables para el pueblo de Dios. La justicia debe ser el ideal irrenunciable, pues con respecto a ella las iglesias serán juzgadas por Dios y por la historia.
En esas condiciones, las iglesias que optan por ser fieles a su único Señor tienen un precio que pagar, por supuesto. Es un precio que se acepta voluntariamente. Tal como los apóstoles que estuvieron dispuestos a la prisión y los látigos sin jamás renunciar a la comisión recibida. Ese es el crisol en el que se prueba la autenticidad de la fe. Establece la diferencia entre los que tienen fe con un sentido utilitario y los que la tienen como ideal justo. Sobre ese precio a pagar, nadie lo expresa mejor que Dietrich Bonhoeffer, quien con su vida y su muerte imprimió a sus palabras un valor ético indisputable. Hablando de la gracia cara expresó:
«Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo —“habéis sido adquiridos a gran precio”— y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios».
Es la gracia la que conduce a los cristianos a entregarlo todo y a entregarse por la causa de la justicia y el bien común. Por ser por gracia, lo hacen sin odios, sin pasiones, sin resentimientos. Todo es por amor y fidelidad al evangelio. Sonríen y aman. Están poseídos de una paz que nadie puede arrebatarles porque están advertidos de la persecución y la abrazan con gratitud humilde. Pero son firmes e inamovibles. Dispuestos a que esa gracia les resulte cara. Dispuestos a pagar el precio porque poseen la esperanza de que el Dios de la historia cumplirá sus propósitos y alumbrará el alba de un día nuevo de justicia, vida y paz para los justos.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.