De vez en cuando los profetas se lamentaban de la maldad general de su sociedad. Jesús también lamentó la perversidad de su época. Al dar una mirada al estado general de las cosas puede caerse en la desesperanza o, por el contrario, puede fortalecerse la confianza en el carácter justo de Dios. Un hermoso documento que expresa esa vivencia lo constituye el Salmo 12. Este describe el deterioro moral de una población cuando afirma: «¡Los justos desaparecen con rapidez! ¡Los fieles se han esfumado de la tierra!» (v. 1). El lamento se produce por los que han dejado de hacer lo correcto delante de Dios y de los hombres. Junto a los justos, también los fieles han desaparecido. Ya no es común la lealtad y la solidaridad humana. Unos rechazan a los otros, las familias se dividen y los pueblos dejan de verse como hermanos.
La pérdida de la moral conduce a la proliferación de la mentira y de la jactancia. Se institucionaliza el engaño: «Los vecinos se mienten unos a otros: se halagan con la lengua y se engañan con el corazón» (v. 2). Se trata de una intención premeditada de hacer prevalecer la idea propia a sabiendas de que la misma es falsa. Sobre la mentira se construyen reputaciones igualmente fraudulentas que harían avergonzar a los honrados, pero que se constituyen en el mejor logro de los mentirosos. Por eso, los fieles desean: «Que el SEÑOR les corte esos labios aduladores y silencie sus lenguas jactanciosas» (v. 3).
Si los malos tienen éxito al mentir, se vuelven soberbios. Llegan a pensar que pueden hacer lo que desean y que permanecerán impunes. Sin empachos se jactan de su capacidad para salirse con la suya. El Salmo pone en sus bocas estas palabras: «Mintamos todo lo que queramos —dicen—. Son nuestros los labios; ¿quién puede detenernos?» (v. 4). Como es usual en la historia, tanta soberbia se descarga contra los más débiles. Contra aquellos que son pobres y que no poseen poder ni influencia. Aquellos con quienes se puede hacer lo que se quiera porque no tienen importancia, porque están acostumbrados a sufrir. Pero es en ese punto donde el Juez Justo irrumpe: «El SEÑOR responde: “He visto violencia contra los indefensos y he oído el gemir de los pobres. Ahora me levantaré para rescatarlos como ellos anhelaron que hiciera”» (v. 5).
La respuesta del Señor expresa su carácter y su conducta, de la misma manera que las palabras de los malvados expresan su carácter. El Señor escucha a los pobres y necesitados cuando claman a él, en tanto que los malos los ignoran y desprecian. El Señor actuará para responder a los anhelos de los desposeídos, no dejará que sus esperanzas sean frustradas. Intervendrá en la historia para realizar su obra redentora. Tal como lo hizo al romper la opresión de su pueblo en Egipto. Siempre habrá un Moisés que encarnará el deseo divino, siempre habrá profetas que proclamen su palabra de justicia.
La palabra del Señor no es solo hablar por hablar. El Salmo pone en contraste la palabra del Señor con el hablar de los malvados: «Las promesas del SEÑOR son puras como la plata refinada en el horno, purificada siete veces» (v. 6). El otro contraste que muestra el Salmo es entre el ambiente general de mentira y crueldad con la actitud de esperanza y fe de los pobres. Estos hacen de la oración y de la profecía su modo de hablar. Se produce un renacimiento de la espiritualidad. Las experiencias humanas específicas son las que determinan la manera en que se interpreta y vive la fe. La revelación de Dios se expresa y se hace comprensible en contextos históricos particulares y juega un papel crucial en la vivencia renovada del cristianismo.
El Salmo concluye expresando la seguridad de la actuación divina: «Por lo tanto, SEÑOR, sabemos que protegerás a los oprimidos; los guardarás para siempre de esta generación mentirosa, aunque los malvados anden pavoneándose y se alabe el mal por toda la tierra» (v. 7-8). No importa que los malos se jacten y que sus maldades sean alabadas socialmente, el Señor saldrá en defensa de los suyos.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.