Odebrecht, Panamá Papers, paraísos fiscales, multinacionales, narcotráfico. Nombres que forman parte de una cosmovisión cultural vergonzosa. Pero que son apenas puntas de un inmenso iceberg resistente a todo esfuerzo de legalidad.
Si limitamos la mirada a nuestro mundo latinoamericano, pareciera que no haya país de los nuestros, inmune a esta plaga corrosiva. Baste enumerar la lista de personalidades públicas aquí y allá encerrados en prisión o fugitivos de la justicia. Son los casos más explosivos.
Por ahí circula sarcásticamente la oración del corrupto: “Señor, no te pido que me des, sino que me pongas donde hay”. Así de cínico se invierte la semántica de las palabras: listo es el corrupto; tonto, el honrado. Y jugamos con la sospecha de que todo funcionario público, mayor o menor, se sirve generosamente de su puesto para engrosar su patrimonio familiar.
El elenco de casos penosos parece no tener fin. El empresario tan listo como para inflar presupuestos y quedarse con la tajada. O el ciudadano que hábilmente se escabulle de pagar impuestos. O quien paga salarios por debajo de la ley. O quien compra autoridades para agilizar negocios turbios. O quien… La macro corrupción, que estalla en las noticias. La micro corrupción que, de tan generalizada, la damos como un hecho anormalmente normal.
La corrupción como una ciénaga, imagen estremecedora del papa Francisco, que evoca el proceso de autodestrucción que fatalmente afecta a quien se deja hipnotizar por el dinero fácil.
La corrupción que, sobre todo, daña el tejido social ya que escatima los recursos que la población en general pierde por la voracidad de algunos.
Hay un eslogan en la pedagogía salesiana harto conocido; “Formar honrados ciudadanos y buenos cristianos”. En vez de resignarnos a esa atmósfera irrespirable de la corrupción en que vivimos los educadores debemos creer tercamente en que la honradez es una virtud posible. Y que vale la pena inculcarla en las nuevas generaciones.
Sacerdote salesiano y periodista.