El hombre es el único ser orgánico que tiene consciencia del futuro. Hasta donde se sabe, los animales tan solo reaccionan a instintos de conservación y no saben del futuro. Pero el ser humano se confronta con su propio futuro al anticiparse en horas o en años. De hecho, las personas han desarrollado diversas posturas frente a lo que sucederá. Algunos entienden el futuro como una conquista. Son las personas que piensan que el futuro lo construyen ellos mismos. Ocurrirá lo que ellos decidan que ocurra. Son personas de voluntad fuerte que toman la vida por los cuernos y se esfuerzan, minuto a minuto, por conseguir sus deseos y alcanzar sus metas. El problema con esta visión del futuro es que si se tiene claro que lo que sucederá es lo que se quiere, entonces ya se sabe lo que ocurrirá. Cuando el futuro llegue no será ninguna novedad. El futuro entendido como conquista pierde la expectación.
Una segunda manera de entender el futuro es de manera fatalista. El futuro nadie lo puede cambiar y lo que ha de ocurrir, ocurrirá. Estas son las personas que piensan que ya lo han visto todo y que no esperan nada, pues llevan años sin que nada los sorprenda. Es la manera de entender el futuro en tiempos de desencanto y pesimismo. Las personas solo están pasando los días sin mayor aliciente.
Pero una tercera manera de entender el futuro es basada en la esperanza. Esta es la manera en que las Escrituras nos hablan. Para los creyentes el futuro es siempre una promesa. Aunque no se sabe lo que deparará el mañana y reconociendo que tampoco depende enteramente del humano, se puede confiar en las promesas de Dios. Cuando la persona confía en la promesa que Dios le hace, todo puede llegar a ser completamente nuevo, porque, al fin y al cabo, todo depende de la irrupción de Dios para transformar todas las cosas de acuerdo con su deseo.
Este es el lenguaje de los profetas que, frente a situaciones lacerantes, esperaban que la intervención divina pusiera las cosas en orden y fueran como debían ser. Esto sin excluir el esfuerzo humano pues eso, precisamente, es lo que los constituía en profetas. Entre esos profetas se encuentra Isaías, quien pudo constatar la perversión de la justicia en su tiempo: «¡Ay de los que dictan leyes injustas, y prescriben tiranía! Privan de sus derechos a los pobres y no les hacen justicia a los oprimidos de mi pueblo; hacen de las viudas su presa y saquean a los huérfanos. ¿Qué van a hacer cuando deban rendir cuentas, cuando llegue desde lejos la tormenta? ¿A quién acudirán en busca de ayuda? ¿En dónde dejarán sus riquezas? No les quedará más remedio que humillarse entre los cautivos o morir entre los masacrados» (Isaías 10:1-4).
Frente a la realidad de la injusticia de aquellos que dictaban leyes injustas, el profeta avizoraba un futuro en donde el siervo del Señor, el Mesías, habría de irrumpir para hacer justicia: «Él se deleitará en el temor del Señor; no juzgará según las apariencias, ni decidirá por lo que oiga decir, sino que juzgará con justicia a los desvalidos y dará un fallo justo en favor de los pobres de la tierra. Destruirá la tierra con la vara de su boca; matará al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será el cinto de sus lomos y la fidelidad el ceñidor de su cintura» (Isaías 11:3-5).
El futuro visto como promesa no implica un providencialismo, por el contrario, la esperanza se vuelve fuerza activa, en primer lugar, para denunciar lo que está mal hoy y, en segundo lugar, para anunciar lo nuevo por venir. Sin la visión de lo que se espera, difícilmente se puede encontrar ánimo para la lucha. Es así como la promesa se convierte en catalizador de las aspiraciones justas y del trabajo que se necesita para transformar las situaciones actuales. Dado que el futuro es una promesa que depende de Dios y no solo del hombre, se convierte en una causa a la cual se le pueden ofrendar los mejores esfuerzos, sacrificios, privaciones y aún la vida si fuera necesario.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.