Al hablar de corrupción normalmente se hace referencia a quien corrompe y a quien es corrompido. Pero en esa ecuación hace falta un elemento muy importante: las víctimas. ¿Quiénes son las víctimas de la corrupción? Se puede responder que es la ciudadanía. Pero esa respuesta es un modo de hacer ineficaz la pregunta, pues le quita el rostro humano y, en consecuencia, el peso moral que poseen. El desdibujar el rostro de las víctimas es una de las razones por las que las iglesias pueden abandonar su misión de ser testigos de la verdad y lo justo.
El rostro de las víctimas es el del enfermo que no recibe medicamentos en los hospitales, que debe esperar seis meses para una consulta de especialidades y más de un año por una cirugía. Las víctimas son las familias que viven en condiciones precarias, sin agua potable permanente. Las víctimas son los niños y niñas que asisten a escuelas en ruinas y reciben como refrigerio arroz, arroz y más arroz. El rostro de las víctimas está en los maestros que no reciben sus salarios, en los jóvenes sin oportunidades, en los marginados cuyos programas sociales son recortados, en los migrantes que huyen buscando esperanza.
Fue a causa de las víctimas de la corrupción que el profetismo surgió al mismo tiempo que la monarquía, pero no del lado de ella, sino desde una perspectiva crítica. Los gobernantes buscaron con afán el apoyo de los profetas para legitimar sus políticas, pero en las Escrituras es evidente que los profetas enviados por Dios tuvieron siempre una posición crítica y libre ante las autoridades. En consecuencia, vivieron y desarrollaron sus ministerios en permanente tensión con las instituciones políticas y con los falsos profetas.
La gravedad del pecado de los falsos profetas consistía en su indiferencia ante las víctimas. Como profetas asalariados, validaban y justificaban los abusos de los gobernantes. En contra de ellos se levantaban los profetas del Señor para señalar y confrontar su cobardía y ambición. Quien era llamado por Dios experimentaba la convicción y la fuerza para denunciar abiertamente y con valentía el sistema perverso de encubrimiento. Su arma era el uso de la palabra, su trinchera los poemas llenos de metáforas apasionadas contra la injusticia y el fraude. Arriesgaban la vida por encarar directamente a las autoridades. En medio de ese conflicto, entre los profetas de Dios y los de los hombres, las verdaderas víctimas, las que sufrían los daños de la corrupción, eran reintroducidas en el discurso convirtiéndose en el corazón de la profecía.
En la tradición profética los corruptos son los malos, a quienes Dios rechaza y se dispone a castigar, y las víctimas de la corrupción son los pobres, de quienes Dios tiene compasión y a quienes envía a sus profetas para alentarlos e imprimirles esperanza. El Señor les muestra que está con ellos y les anuncia el final del malo y sus acciones perversas. Los profetas acompañan y alientan a las víctimas en ese andar por el camino de su liberación. Su decisión es estar del lado de los sufrientes, de los olvidados y los moribundos. Nunca del lado de los prepotentes y abusadores. Nunca como parte de los religiosos patrocinados que entonan el coro de elogios y parabienes a favor de los opresores. El Señor hará justicia y la hará a los vulnerables, a los marginados y a los sufrientes.
El anuncio de los antiguos profetas en contra de los corruptos continúa siendo aplicable al presente. Principalmente porque quienes resultan afectados siguen siendo siempre los pobres. Y sigue siendo responsabilidad de las iglesias el expresar la palabra de Dios en contra de los líderes con influencia y poder que solo se interesan en obtener beneficios económicos; que se alejan de los valores éticos de honradez y justicia; que violan las normas y evaden procesos para ejecutar actos ilegítimos. Porque la suma de esas acciones continuará produciendo nuevas víctimas, que seguirán siendo la preocupación central de Dios. Si las iglesias enmudecen por cobardía o por intereses propios, la presencia y voz de las víctimas serán en sí mismas la presencia crítica y memoria profética de la vocación ética que las iglesias nunca debieron silenciar.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.