El rey Acab se había encaprichado y no quería comer. Su esposa notó su enojo y quiso saber cuál era su molestia. El rey le explicó que un campesino, llamado Nabot, se había negado a venderle su propiedad familiar. Entonces la reina, usando el sello de su esposo, redactó una carta desalmada: «Decreten un día de ayuno, y den a Nabot un lugar prominente en la asamblea del pueblo. Pongan frente a él a dos sinvergüenzas y háganlos testificar que él ha maldecido tanto a Dios como al rey. Luego sáquenlo y mátenlo a pedradas». La carta fue enviada a los ancianos de la ciudad, que eran lo que ejercían la función de jueces.
Ese era un período de idolatría, olvido de Dios y corrupción. Los jueces no respondían a la justicia, sino que a sus ganancias económicas. De manera que, al recibir la correspondencia, de inmediato «acataron lo que Jezabel había ordenado en sus cartas». No les interesaba quién era el hombre ni la razón de las órdenes, solo querían dinero. Sometían la independencia de la justicia a cambio de sobornos.
De acuerdo con las instrucciones de la carta, los jueces colocaron a Nabot al frente de la asamblea en el día de ayuno y oración decretado. También ubicaron en lugares estratégicos a los dos sinvergüenzas. ¿Qué clase de personas eran estos? La palabra hebrea que se utiliza para «sinvergüenzas» es «belial», la cual, puede ser traducida como «inútiles», «perversos», «despreciables». Se necesita ser todo eso para prestarse a algo tan vil como acusar y denigrar a una persona de quien no sabían nada. Sabiendo que su falso testimonio provocaría la muerte de un inocente, estaban decididos a mentir y, todo, por una paga despreciable. Por eso no es de extrañar que Pablo, en el Nuevo Testamento, use la palabra «Belial» para designar al mismo Satanás. Sinvergüenzas es lo que la justicia vendida necesita para sus nefastos intereses.
En el paroxismo religioso del ayuno convocado, los dos sinvergüenzas acusaron a Nabot de haber blasfemado contra Dios y contra el rey. Ambas acusaciones eran falsas, pero los sinvergüenzas aseguraban sin ruborizarse y de frente que ellos habían escuchado las blasfemias de Nabot. El pobre hombre no tuvo oportunidad de defenderse, en la escena religiosa que se había montado la acusación descarada de los mentirosos se dio por cierta. De acuerdo con la ley, el testimonio de dos personas era suficiente para demostrar la culpabilidad de un acusado. Los dos sinvergüenzas eran los testigos y los jueces comprados los que decretarían la culpabilidad. Era a los testigos a quienes les correspondía tirar la primera piedra. Los sinvergüenzas no dudaron en hacerlo y, tras ellos, la multitud mató a Nabot.
«Tan pronto como Jezabel se enteró de que Nabot había muerto a pedradas, le dijo a Acab: “¡Vamos! Toma posesión del viñedo que Nabot se negó a venderte. Ya no vive; está muerto”». El rey Acab, muy contento, fue a hacer las gestiones para asumir la propiedad del viñedo que había deseado. El uso abusivo del poder le había permito salirse con su antojo, pero al precio de la sangre de un inocente. Mientras que para él y su mujer todo era una muestra de su perversa sagacidad, a los ojos del Señor era algo malvado y repugnante. Lo que para el poder era solo un daño colateral o una pérdida necesaria, a los ojos del Señor era un grave pecado que no podía ser perdonado.
Aunque aparentemente el rey se había salido con la suya abusando de su poder, la palabra final aún no había sido dicha. El valor de la persona humana es único y si el poder suele despreciar a los débiles y pobres, el Señor les muestra un amor preferente y una estima infinita. El Señor vivo se levantaría para defender a los suyos y hacer justicia. Él no pasaría por inocente al culpable si no que retribuiría a cada uno de acuerdo con sus acciones. Misericordia para quien hace misericordia, pero severidad para quien se muestra insensible ante el dolor de los demás. Los principios universales de justicia ahora estaban en contra del rey y su sentencia fatal estaba en camino.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.