Muchas estadísticas muestran un proceso intenso y acelerado de desafección religiosa en casi todas las sociedades. El número de los que simplemente declaran no tener ninguna religión va en aumento, principalmente, entre la gente más joven.
Para tratar de entender lo que está pasando: que las personas quieren seguir creyendo, pero al mismo tiempo se mantienen al margen de cualquier práctica religiosa; la socióloga británica Grace Davie acuñó un estado que llamó “believing whitout belonging”, que se puede traducir como “creer sin pertenecer”.
Esa expresión refleja bastante bien lo que, decíamos, muestran las encuestas: la gente cree sin acercarse nunca, o casi nunca, al templo. Cree y se acerca a los ministros religiosos (para recibir consejo, consuelo, o resolver sus dudas) de forma más bien extraordinaria. Y de la misma manera, participa en las ceremonias religiosas relacionadas con etapas importantes de su vida o la de los demás (bautizos, bodas, funerales) pero de una tesitura mucho más social que religiosa, mucho más de pertenencia a una comunidad familiar, de amistad, e incluso laboral o de negocios, que con el convencimiento de que lo que hace al participar en estos actos, tiene que ver con las creencias y no solo con la costumbre y la buena educación.
Hace muchos años, unos jóvenes y quien escribe nos acercamos a un sacerdote en San Salvador para proponerle ayudar en la catequesis de los niños de la parroquia. Nos dijo que agradecía de veras la disposición, pero que consideraba que quienes de verdad necesitaban más la instrucción religiosa eran los universitarios pues, nos explicaba: los abuelos de estos muchachos y muchachas creían y practicaban; sus padres creen, pero no practican… y así ellos y ellas ni practican, ni creen… y rara vez se les ve por el templo.
Es lo que algunos expertos han señalado, estudiando el fenómeno, cuando dicen que lo primero que se pierde es la práctica, y con ella el sentido de pertenencia… para terminar perdiendo la creencia misma, de modo que todo desemboca en la indiferencia respecto a la Iglesia, a la religión, y finalmente, a Dios.
Hay un factor que influye grandemente -para bien o para mal- en el sentido de pertenencia a una religión por parte de los jóvenes: el ejemplo de los padres. Es posible que la creencia no se pierda de una a otra generación dentro de una familia, pero es casi seguro que se perderá en los nietos… como nos señalaba ese párroco citado más arriba.
Con todo esto… se viene a la mente la famosa frase de Chesterton, quien alguna vez dijo aquello de que cuando las personas dejan de creer en Dios, creen en cualquier cosa.
Y como ahora hay estadísticas para todo, me remito a un estudio chileno en el que indican que los jóvenes católicos hoy día creen tanto como los ateos en el karma, la reencarnación, el yoga y la meditación… además de estar convencidos del poder de lo telúrico: montañas, piedras, o la misma naturaleza. Y que incluso llegan a la contradicción de creer en la reencarnación, y al mismo tiempo, en la resurrección de los difuntos.
Y sí. Pues si uno considera como la coherencia y la fidelidad doctrinaria es propia de religiones de templo, instruidas por la palabra… en cuanto se deja de acudir y congregarse, es lógico que a los ateos les falten creencias cristianas, y a los cristianos les sobren creencias no cristianas.
De hecho, creer y pertenecer están íntimamente relacionados. Saberse parte de una comunidad es fundamental para la propia fe… Por esto cuando rezamos, por ejemplo, el Padre Nuestro, lo hacemos en plural, sabiéndonos parte de algo más grande que uno mismo, reconociéndonos implícita o explícitamente herederos de una tradición y responsables de la transmisión de nuestra fe, y no solo de nuestras costumbres, a quienes nos seguirán en el tiempo.
Ingeniero/@carlosmayorare