Desde un punto de vista histórico se puede constatar que todos los pueblos han desarrollado un instinto religioso. La experiencia de la precariedad de la vida impulsa a buscar una razón más profunda que dé sentido a la vida. La sed de inmortalidad se sobrepone a la experiencia de lo efímero de esta vida humana que se nos escurre tan rápidamente. Nos rebelamos ante la perspectiva de que nuestra existencia no sea más que un fugaz rastro que se apaga inexorablemente. En nuestro corazón habita un aliento de inmortalidad.
Para nosotros los cristianos la experiencia religiosa se reviste de intensa claridad, pues la palpamos en un Dios que se hizo hombre y compartió su vida con nosotros como compañero de camino. En Jesús de Nazaret reconocemos a Dios hecho hombre asumiendo nuestra debilidad para introducirnos en la vida divina.
En el breve lapso de tres años Jesús recorrió pueblos y ciudades proclamando la alegre noticia de la salvación: Podíamos ser liberados de los funestos daños del pecado y llenados del don del Espíritu Santo. Como un real proceso de divinización de la criatura humana, desde entonces podríamos tener la certeza de ser partícipes de la vida trinitaria: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un don magnífico que nos ofrece paz, vida plena, alegría y sentido de la vida.
Dios compartiendo su vida con nosotros. Una semilla de eternidad en nuestro corazón. Integrantes de una nueva familia, los amigos de Jesús que se transforman en hermanos y optan por vivir un código de vida altamente propositivo: las bienaventuranzas.
El cristiano, incorporado a la vida divina, está invitado a llevar una vida luminosa. La santidad de Dios reviste al discípulo de Cristo y lo lleva a irradiar esa nueva riqueza humana dondequiera que esté: familia, trabajo, círculo social…
Este discípulo de Cristo, renacido a la vida nueva por gracia del bautismo, enriquecido con los demás sacramentos, transmite por contagio silencioso su riqueza espiritual a las personas con quienes se relaciona: familia, amigos, colegas, vecinos. Se convierte así en fuente de vida para el círculo humano que lo rodea.
Ser cristiano es, entonces, la oportunidad de vivir una existencia de intimidad creciente con Dios, tarea que no se agota sino que puede crecer sin límites. Para muestra, los santos.
La vivencia religiosa cristiana no será entonces un asunto privado, anónimo, sino que se expande santificando ambientes y situaciones. En ese sentido todos somos misioneros. Algunos lo serán de modo explícito cuando responden a la invitación de Jesús: Vayan y anuncien la buena nueva de la salvación. La mayoría ejercerá esta tarea de modo silencioso: su riqueza de vida divina influirá en quienes tendrán la suerte de relacionarse con ellos. La vivencia de la salvación se contagia.
Como bautizados, entramos en comunión con la Trinidad: Dios, nuestro Padre; Jesús, hermano nuestro, el Espíritu que habita en nuestro corazón como el acompañante activo que nos anima e impulsa. Y tener a María como nuestra madre, que nos cuida con el delicado cariño.
Sacerdote salesiano y periodista.