Este domingo celebramos la Resurrección de Cristo, una fecha que trasciende lo litúrgico para convertirse en un llamado a vivir de manera distinta. Resucitar no es solo una conmemoración espiritual, sino una invitación profunda a renacer en el bien, en el amor al prójimo y en la esperanza de un El Salvador mejor. Solo resucitando en Cristo es posible transformar nuestra vida cotidiana en una entrega constante de lo mejor de nosotros mismos.
La Semana Santa debe ser un momento de introspección: ¿hemos resucitado verdaderamente al amor? ¿O seguimos aferrados a los rituales externos mientras nuestro interior se mantiene frágil, débil, lejos de la firmeza espiritual que demanda nuestra fe? El país parece cada vez más dividido, marcado por bandos irreconciliables bajo la lógica del "o estás conmigo o estás contra mí". Pero lo que verdaderamente necesita nuestra sociedad es recuperar la esperanza, y eso solo será posible si cada uno limpia su corazón y lo transforma en una vasija pura, digna de contener la presencia de Dios.
El camino hacia la resurrección espiritual es responsabilidad personal, y puede emprenderse desde cualquier iglesia, siempre que se haga con fe auténtica. El verdadero cambio nace en el corazón del cristiano (ya sea católico o evangélico o de otra denominación), en su vida familiar, laboral y social. No podemos esperar que el país cambie si nosotros no nos gozamos primero en el Reino de Dios, si no vivimos con un temor reverente y sincero hacia Él, si no vemos en el prójimo el rostro de Jesús. Solo así podremos llamarnos, con propiedad, cristianos de corazón.
No se trata de quién ha acumulado más retiros espirituales, sino de quién sigue, con un corazón gozoso, las huellas del Señor. Ser cristiano implica nadar en las profundidades de la fe y no quedarnos en la orilla. Cuando conocemos el verdadero amor de Dios, no hay marcha atrás. Las pruebas llegarán, y cuanto más cerca estemos de Cristo, más duras pueden ser. Pero nada debe perturbarnos, porque vivir como resucitados significa tener la certeza de que esta vida es apenas un breve tramo hacia la eternidad.
El Domingo de Resurrección es la festividad más significativa del calendario cristiano. Es el día en que celebramos la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, y con ello se nos llama a una vida de entrega, de fidelidad, de transformación real. No es un acto simbólico: es el cimiento de nuestra fe.
San Pablo le decía a los corintios: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras", es decir, como lo había anticipado Dios a través de los profetas...".
"¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, sepulcro, tu aguijón?".
Temer la muerte es humano, pero el cristiano sabe que es solo un paso hacia la gloria prometida. La resurrección que celebramos debe reflejarse en una transformación radical: volvernos verdaderos imitadores de Cristo, construir un país fiel al hermoso nombre que llevamos: El Salvador.
Seamos, pues, personas resucitadas al bien, al amor, a la fe. Fieles testigos de lo que la Palabra de Dios nos manda. No hay nada nuevo que inventar: todo está escrito en la Biblia, pero más allá de estar escrito, debe estar grabado en nuestros corazones.
Dice el Evangelio que el primer día de la semana y después del bárbaro suplicio de la Crucifixión iban dos discípulos tristes hacia una aldea llamada Emaús y se encontraron con un forastero que les preguntó que cuál era su congoja. Ellos le dijeron que la ejecución del Mesías en la Cruz. Pero él increíblemente les fue explicando que así estaba profetizado y que era necesario para redimir a la humanidad. Emocionados sin saber por qué, ellos lo invitaron a cenar: "Quédate con nosotros". Cuando Él partió el pan vieron que era Cristo y desapareció y entendieron que había resucitado.
Jesucristo nos hace partícipes de su victoria. Los cristianos estamos llamados a ser testigos del gozo pascual. La Resurrección del Señor debe ser anunciada al mundo entero, porque su impacto no conoce fronteras ni exclusiones. A través del bautismo, el Espíritu del Resucitado nos impulsa a nacer de nuevo, a vivir con un propósito renovado, a convertirnos en testigos vivos de su poder. Vivir como resucitados es el gran desafío que asumimos como cristianos. Y ese compromiso debe reflejarse en cada aspecto de nuestra vida.
Por eso ahora nosotros le decimos: "Cristo resucitado, ¡quédate con nosotros!".
Médico.