El poeta español, en una conocida poesía suya dice: “A mi parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.” Refleja así el sentimiento generalizado de que este tiempo presente en que vivimos lo consideramos como el más malo. Los medios informativos nos abruman a diario con una letanía de desastres: económicos, políticos, convulsiones de la naturaleza, epidemias y un largo etcétera. La misma experiencia individual nos hace ver lo frágiles que somos. Así terminamos añorando aquellos buenos tiempos de antes.
La historia se encarga de desmentir esa ilusión consoladora. Toda época de la humanidad ha estado cargada de violencia, ya sea por desastres naturales como por los provocados por el mismo hombre. Este es un valle de lágrimas que nos esforzamos por ignorar a base de distracciones evasivas o nocivas. Pero el dolor nos acompaña desde que nacemos hasta que muramos. Vistas así las cosas, se podría concluir que lo más sensato sería el pesimismo existencial. Si el mal es una fatalidad, para qué luchar.
La fe cristiana, en cambio, nos ofrece una luz poderosa. Cristo, el Señor de la historia, nos acompaña en este duro caminar. Él, que sufrió los horrores del mal, sale victorioso en su resurrección. Y nos ofrece una vida nueva, plena. “No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal”. Con esta oración nos abrió el horizonte hacia una resurrección, que se traduce en fortaleza, esperanza y promesa realizables ya. Unidos a él, podemos transfigurar hasta las peores pruebas de este mundo. Los límites humanos ya no serán una maldición sino un camino de resurrección.
Ese Cristo liberador lo tenemos a nuestro alcance. Somos el pueblo de Dios. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Él va con nosotros fortaleciéndonos en los momentos de prueba y abriendo nuestro corazón a la esperanza. No vamos en un callejón sin salida, puesto que el Señor Jesús marcha a la cabeza de su pueblo. El evangelio nos ofrece un mosaico de intervenciones salvíficas de Jesús: leprosos que sanan, ciegos que ven, paralíticos que caminan, muertos que resucitan, pecadores que se transforman en discípulos suyos. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dirá Jesús.
Por supuesto que el camino es pedregoso. El hambre es una amenaza permanente. Hambre material, de amor, de felicidad, de verdad, de seguridad. Hambre de un sentido de la vida. No caminamos solos. Él va en medio de su pueblo como luz que nos guía. ¿Y qué sentido tiene dejarse acompañar por Cristo? Él es maestro que nos ilumina, alimento que fortalece, hermano que nos ama. Unidos a él marcharemos por los accidentados caminos de la vida, llenos de paz y alegría.
No se trata de ilusiones infantiles. El dolor físico, moral o social persiste. El discípulo de Jesús, en cambio, queda aferrado por la mano poderosa del Señor que infunde fortaleza, alegría, paz. Es un camino de cruz abierto a la resurrección. Vida eterna que se empieza a degustar desde ya. Camino de desierto, pero alimentados con el pan eucarístico y la Palabra que fortalece. “Aunque camine por cañadas oscuras, tu vara y tu cayado me sosiegan, porque tú vas conmigo.” (salmo 23).
Sacerdote salesiano y periodista.