En marzo de 2013 publiqué en El Diario de Hoy un artículo de opinión con el extraño título anterior. Los gobernantes arrogantes siempre llaman la atención por la manera tan abierta en que proyectan su inseguridad, necesidad enfermiza de control, baja empatía, autoestima inflada y carencia de humildad. A pesar de la obviedad de sus características, los ciudadanos, que pueden llegar a ser mayoría, les brindan su respaldo y confianza. Esto ocurre porque la arrogancia puede ser percibida como determinación y decisión. Las personas buscan líderes fuertes y decididos y, en ese afán, avalan el autoritarismo y los abusos de poder. Al largo plazo, los arrogantes terminan por ser despreciados y rechazados.
Como eso es algo que ya ha ocurrido, me parece pertinente extraer este artículo de los archivos para traer a la memoria observaciones que hice 11 años atrás y que, de manera superlativa, continúan teniendo validez para el presente. Aquí está:
Augusto Roa Bastos en su obra ‘Yo, el Supremo’, pinta el retrato íntimo del hombre cuando tiene poder. Narrada a una sola voz, la del dictador, penetra en la psique y la cosmovisión de quien detenta el poder de manera absoluta. Con apenas unos pocos diálogos con su secretario y asistente Policarpo Patiño, en quien confía plenamente y de quien desconfía plenamente, el intercambio sirve solamente para reafirmar que el Supremo es un trabajador incansable de la dignidad de la República en contra de los que ansían su ruina.
En su narrativa Roa Bastos mezcla los provincialismos guaraníes con rebuscadas palabras castellanas con una habilidad tal que, en lugar de resultar chocante, produce una fluidez estética que atrae al lector y le sumerge en el mundo solitario del que llegó a la cima del poder y le descubre su forma de ver la vida y ver a los demás.
El Supremo, el solamente conocedor, el solamente sabedor, el solamente depositario de la verdad, actúa cual padre enseñando al resto la manera de ser país, de ser patriota y de ser ciudadano. Éstos, por su parte, siempre aprendiendo y nunca entendiendo las buenas intenciones de aquel son amados al mismo tiempo que despreciados por el Supremo. Ellos son el fin al mismo tiempo que el medio que el poderoso usa para alcanzar sus metas, que no son otras que las que le convienen a las mayorías, porque él así lo decidió.
No tolera la disidencia y se muestra cruel e implacable contra aquellos que se atreven a levantar la voz. Los que traicionan una vez, traicionan siempre. Ellos son enemigos de la libertad y de la honradez y será la posteridad, que no se regala a nadie, la que algún día retrocederá a buscarlo para honrarlo a él, que solo manda lo que mucho puede. El Supremo es quien hace la historia en tanto que el resto vive haciendo el no hacer nada. Tan solo lo que él hace tiene valor y merece ser reconocido.
Quien tiene el poder desea más poder para llevar a los demás a la grandeza jamás imaginada y que los anteriores no pudieron ni tan siquiera emprender. El Supremo es el hijo del destino que marca su nada al mismo tiempo que sale de ella. Puede hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. El Supremo es aquel que lo es por su naturaleza y es la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo y de la patria.
Padre de la ética y de la moral, justifica todas sus acciones y procedimientos. Las cosas son como él dice y no como son en verdad. Vive en un mundo creado a su misma imagen y semejanza. Él es quien dice ser y los demás son quiénes él dice que son y quien no lo comprende así es por su mala fe, la cual, la tiene ya bien conocida. A ellos los desea contener e impedirles que sigan enarbolando banderas diferentes en el territorio patrio.
Si existe alguna similitud con algunos personajes de la política salvadoreña es muy probable que estemos equivocados, y si no lo estuviéramos, no tendría ninguna importancia, pues para el Supremo no somos más que, en sus palabras, simples guacarnacos y espolones.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.