La avaricia es un pozo sin fondo que nunca se llena. Las personas que desean enriquecerse desean hacerlo pronto y, en ese afán, se alejan de los principios de la honestidad y el trabajo. Existe una incompatibilidad elemental entre el amor a las riquezas y los valores espirituales. Con frecuencia sucede que quienes sucumben a la avaricia dejan de valorar y respetar a la persona humana y abandonan sus principios éticos. Cuando Jesús habló sobre el amor al dinero lo colocó como la antípoda de la espiritualidad: «Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas» (Mateo 6:24).
Cuando la avaricia ha corroído los fundamentos morales de una persona el siguiente paso que dará será en dirección a la corrupción. Existe una relación muy estrecha entre la codicia y la corrupción, ya que ambas implican un comportamiento deshonesto y una búsqueda excesiva de beneficios personales a expensas de los demás. El deseo insaciable de acumular riquezas se combina con el abuso del poder para obtener ganancias indebidas.
Como toda idolatría, la avaricia también exige víctimas. Los sedientos de dinero no consideran el impacto que su egoísmo produce en los demás. La explotación se justifica como una prerrogativa que el poder da y que permite expoliar recursos naturales y fuerza laboral. Se procura sin disimulo cada oportunidad para obtener ganancias ya sea por medio de sobornos, malversación de fondos, abusos de poder, nepotismo, favoritismo o la anulación de la integridad de las instituciones.
La combinación de esos elementos contribuye a la desigualdad económica, ya que algunas personas acumulan grandes fortunas mientras las mayorías luchan por satisfacer sus necesidades básicas. Los avaros ignoran, minimizan y naturalizan las necesidades y sufrimientos de los demás, centrándose únicamente en la satisfacción de los deseos propios. Las condiciones de trabajo son afectadas pues se fomentan prácticas comerciales desleales, monopolios y manipulación de mercados para obtener una ventaja a expensas de competidores y consumidores.
La búsqueda implacable de ganancias puede llevar a la sobreexplotación de recursos naturales y a prácticas que dañan severamente el medio ambiente, muchas veces, de manera irreparable. Cegados por el beneficio propio, no les desvelan las condiciones que heredarán a las nuevas generaciones. No les importa si la vida humana ya no será posible en áreas muy afectadas o las repercusiones sociales que tal depredación generen.
La lucha contra la corrupción implica establecer mecanismos de control social, transparencia y rendición de cuentas. Pero también es importante atender a las actitudes y motivaciones subyacentes, como la avaricia, que son las que motivan dichos comportamientos. Las Escrituras afirman con contundencia: «Raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores» (1 Timoteo 6:10).Quien ama el dinero, terminará cometiendo todos los males. Pero si se hace frente a la codicia, muchos males personales y sociales serán prevenidos.
Para ello, hay que trabajar activamente para que valores como la solidaridad, equidad y responsabilidad social puedan ser cada vez más fuertes. Cada ciudadano debe ser capaz de establecer la relación entre el deterioro del bienestar común y el favorecimiento de unos pocos que de manera muy rápida e inexplicable se hacen de bienes y lujos. Comprender la conexión entre ambos fenómenos no siempre es fácil. Los codiciosos se esfuerzan por ocultar evidencias, comprar voluntades y debilitar los mecanismos de investigación.
La batalla entre la fe cristiana y el amor al dinero es frontal. Los cristianos deben ser ejemplos vivos de integridad. Practicar la honestidad, la transparencia y la coherencia. Abogar por la justicia y equidad desde la comunidad local hasta la esfera nacional. Involucrarse en la vida cívica y política de manera responsable. Fomentar la educación ética en las iglesias destacando valores como la honestidad, la justicia y el respeto mutuo. Colaborar con organizaciones y movimientos que luchan contra la corrupción. Alentar y respaldar a aquellos que trabajan por el bien común. Los principios cristianos de verdad, honestidad y amor al prójimo ofrecen una sólida base para abordar este desafío.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.