Ni la mente más audaz hubiera podido imaginar ese gesto divino: venir a habitar entre nosotros como uno más. Un niño como todo niño nacido en una pequeña familia sencilla en un pueblo de poca importancia. Un niño que crecerá como todo niño, y llegará a adolescente y joven sin rastros de su otra dimensión divina.
Hay Navidad y navidades. Las navidades son esas fiestas hogareñas con el “nacimiento” o el árbol de navidad, angelitos, luces de colores, golosinas, villancicos y pólvora. Son fiestas entrañables que alegran a grandes y chicos y ponen un toque de ternura en el ambiente. Bienvenidas esas fiestas que abren un paréntesis en la rutina gris de la vida cotidiana.
Y hay la Navidad con N mayúscula. Que propiamente debería llamarse Natividad. Porque es la celebración de un acontecimiento que ha dividido la historia de la humanidad en un antes y un después. Esa N mayúscula no es capaz de resaltar el increíble misterio de fe que celebramos: Dios que se hace hombre para estar cerca de nosotros.
Ni la mente más audaz hubiera podido imaginar ese gesto divino: venir a habitar entre nosotros como uno más. Un niño como todo niño nacido en una pequeña familia sencilla en un pueblo de poca importancia. Un niño que crecerá como todo niño, y llegará a adolescente y joven sin rastros de su otra dimensión divina. Treinta años escondido en Nazaret (“¿De Nazaret puede salir algo bueno’? Cualquiera podría decir: Una vida desperdiciada.
Pero no. Esa fue la gran lección de Dios: buscar a los humildes de la tierra, los que no cuentan socialmente, los marginados. Lejos de la grandeza del Imperio Romano y de las castas privilegiadas de Israel, ese carpintero de Nazaret estará gestando una revolución que trastocará los criterios de la grandeza humana.
Jesús de Nazaret. Treinta años en la oscuridad. Obrero, vecino común y corriente, compartiendo la rutina de aquella pequeña población nativa.
Cuando, luego del bautismo en el Jordán, metido en la fila de la muchedumbre pecadora que acude al Bautista para purificarse, el Espíritu lo arrebata y lo arrastra al desierto para una larga y dura experiencia mística en que tomará conciencia de su misión como Mesías. Qué desencanto para ese pueblo que soñaba con un Mesías glorioso como el rey David. Ni ejércitos ni palacios ni grandeza imperial.
Jesús de Nazaret, que recorre los duros caminos de Israel apretujado por la muchedumbre hambrienta de un mensaje nuevo en obras y palabras: Dios Padre es misericordioso, que ama a los enfermos, los pobres, los pecadores, los marginados.
Ese evento increíble que comenzó en Navidad sigue vivo y activo. Jesús amigo nuestro, no porque seamos buenos, sino porque nos hace buenos. Jesús íntimamente cercano a cada uno de nosotros.
Sacerdote salesiano y periodista