Jesús fue llevado al desierto para ayunar durante cuarenta días antes de iniciar su ministerio. Después de esos días tuvo hambre. Entonces fue cuando el tentador le dijo: «Si eres el Hijo de Dios ordena que estas piedras se conviertan en panes». La duda que quería sembrar en Jesús estaba relacionada con su filiación divina. Poco antes, en el río Jordán, había escuchado la voz celeste que había afirmado: «Tú eres mi hijo amado, en ti tengo complacencia». ¿Pero sería una voz real o imaginaria? ¿Era en realidad Dios quien le había hablado? Si verdaderamente él era el Hijo de Dios, no debería haber problema para que convirtiera las piedras en panes para satisfacer su necesidad de alimento. A la incertidumbre sobre su identidad se sumaba el hambre, necesidad fisiológica primaria.
En el desierto las piedras son duras. Calientes de día y frías de noche. Estériles, nada apetecibles. Están llenas de deficiencias y no son maleables, tampoco poseen sabor ni olor. Son secas y no pueden proveer nutrientes ni calorías. Nada pueden hacer frente al hambre humana. Por su parte, el pan poseía un valor único en la cultura semita. Era el alimento básico en toda mesa. Había pan de trigo y pan de cebada. El de cebada era para los pobres. Pero ya sea uno u otro, el pan no faltaba. Por eso se le consideraba el alimento por excelencia, dador de vida. El pan era caliente y moldeable. Se usaba como plato principal o para acompañar. Era la razón del trabajo humano, el ideal, la ilusión, la vida que estaba por llegar.
La tentación era implacable. No había pan para comer, pero sí había piedras, muchas piedras. ¿Por qué no dejar en claro la filiación divina de una vez por todas y, de paso, satisfacer el hambre? Como Hijo de Dios podría tener el poder para hacer que la vida no fuera piedra, sino que fuera pan. Esa era la tentación: pasar de las piedras que no se deseaban a los panes que se necesitaban. Pasar de la vida-piedra a la vida-pan. ¿Dios sirve para algo? ¿Se le puede sacar alguna utilidad a la fe en Dios?
La tentación en la vida cristiana comienza en el momento en que vemos a Dios solo como aquel que puede convertir nuestra vida de piedra en una vida de pan. Es la manera en que muchos ven a Dios: «Mira Señor, tengo una piedra que es mi enfermedad, conviértela en el pan de la salud»; «mira Señor que tengo la piedra del desempleo, conviértela en pan de trabajo»; «mira Señor que tengo la piedra de un inacabable conflicto familiar, conviértela en pan de un hogar armonioso». Bajo ese enfoque, es Dios quien se convierte en nuestro sirviente y no a la inversa.
Esa forma de entender la fe es una utilización de Dios. Utilizarlo para que se haga mi voluntad y se cumplan mis deseos. Allí estaban las piedras, el hambre, la fe en Dios y el tentador que incitaba: ¡Conviértelas en panes! Pero la respuesta de Jesús fue contundente: «No solo de pan vive el hombre». Él no creía en Dios porque podía darle de comer. Creía, aunque no cambiara en nada las piedras que tenía. La fe en Dios no debe estar sujeta a que Él haga los milagros que queremos. Se debe creer, porque Dios es quien es, aunque las piedras permanezcan piedras.
Una fe aquilatada a fuego es aquella que cree en Dios por lo que Él es. Porque él ha irrumpido en nuestra vida y aunque en esa vida haya piedras y piedras se queden siempre se sigue creyendo porque no solo de pan de vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Aunque esa palabra no sea nuestra complacencia inmediata. Es el grito de la fe triunfante de Job, quien desde su inmenso dolor pudo declarar: «Aunque Él me mate, en Él esperaré». Es la fe que no depende de los beneficios sino la que es capaz de comprender que todo tiene su tiempo y que hay propósitos en cada piedra que no se alcanzarán nunca con pan. Las piedras nos ayudan a comprender que no solo de pan se vive.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.