En el capítulo primero del Génesis se narra la creación del mundo por parte de Dios. Después de haber creado día a día el maravilloso escenario del universo, el escritor bíblico se detiene con cierta predilección en la creación del ser humano, hombre y mujer.
Nada menos que fueron creados a imagen y semejanza de Dios. O sea, los humanos somos la obra maestra del Creador.
Aunque el pecado original desfiguró la belleza original de Adán y Eva, con el paso de los siglos vendrá el Hijo del Hombre a restaurarla. Jesús, el Cristo, será el nuevo Adán que viene, no solo a devolver al ser humano su belleza deteriorada por el mal, sino que la eleva a la condición de hijos de Dios. Nada menos que ofrece al ser humano la posibilidad de integrarse a la santidad de vida del Dios Padre, Hijo y Espíritu.
Así se completa la vocación del hombre. Dotado de un alma inmortal, habitado por el Espíritu santo, llamado a la santidad de Dios, destinado a la vida inmortal. Qué más podíamos soñar.
Añádase la altura ética propuesta en el evangelio. Vivir inspirado por las bienaventuranzas es la máxima dignidad de un ser humano. Es la belleza de la vida de un hijo de Dios. Amar a Dios y amar a las personas con quienes convivimos. Amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas. Quien responde a esta propuesta divina logra niveles de perfección que ni el pensador más agudo hubiera podido intuir.
Por suerte ha habido legión de seres humanos que aceptaron el reto de seguir a Jesús y su propuesta de vida en e Espíritu. A ellos los llamamos santos. Son nuestros héroes dignos de admiración, y estímulo para nuestros flacos intentos de tomar en serio el evangelio.
Quien haya tenido la suerte de conocer de cerca a una de estas personas ricas en santidad legítima podrá dar testimonio de la belleza que emana y contagia. Ordinariamente no son grandes personajes socialmente hablando. Como dice el papa Francisco: son los santos de la puerta de al lado. Gente común y corriente, pero rica en espiritualidad.
Lamentablemente la palabra belleza referida a la persona humana se tiende a reducir a su corporeidad. Un cuerpo estéticamente bello, unos ojos luminosos, un cabello hermoso. Los concursos de belleza solo miden esa visión reductiva de la belleza humana. La Madre Teresa de Calcuta no hubiera calificado en tales concursos. Pero, qué belleza de mujer. Su belleza de alma y corazón fascinó al mundo entero, creyentes o no.
San Juan de la Cruz, poeta místico, tiene unos versos admirables referidos a la belleza de Cristo:
Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura
Y, yéndolos mirando, con solo su figura,
Vestidos los dejó de su hermosura.
Sacerdote salesiano y periodista.