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La alegría de los profetas

Lejos de desalentarse, los profetas se consideran avalados y certificados cuando la persecución arrecia contra ellos. Los ataques y el odio se traducen en certeza de andar por el camino correcto. En lugar de desanimarse y retroceder, sonríen con esperanza.

Por Mario Vega

El significado etimológico de la palabra «profeta» es una persona que habla en nombre de otra. Popularmente se asocia a los profetas con las predicciones, de manera que llegan a ser considerados una especie de adivinos que anuncian acontecimientos futuros. Si bien es cierto que, algunas veces, los profetas anunciaron hechos futuros, no era esa su función esencial. La mayor parte de los contenidos de los libros proféticos en la Biblia, son interpretaciones de la voluntad de Dios. Los profetas buscaban orientar a sus contemporáneos y les indicaban el camino a la conversión. Las escasas ocasiones en las que esas exhortaciones hacían referencias al futuro, era como resultado de reflexiones éticas: si se volvían al Señor serían bendecidos, si se empecinaban en alejarse de él nada podría salirles bien.

Algunos profetas tuvieron experiencias místicas, pero la mayoría fueron hombres que deseaban iluminar su presente desde la palabra de Dios. Estaban convencidos de que Dios es justo y, a partir de allí, señalaban la corrupción y los abusos de su tiempo para llamar a la conversión y hacer la voluntad de Dios. En otras palabras, los profetas fueron personas valientes que se atrevieron a expresar las exigencias divinas en tiempos de crisis moral. Casi siempre eso lo hicieron en una abierta confrontación con los gobernantes y poderosos.

Algunos de los profetas fueron de origen campesino, como Elías quien fue un montañés, rústico, solitario y de pocas palabras, pero que tuvo el coraje de confrontar personalmente al rey en una época cuando la fidelidad al Señor costaba la vida. Otros fueron hijos de nobles, con educación privilegiada y grandes capacidades políticas y administrativas, como es el caso de Daniel y sus tres amigos. Otros fueron ascetas como Juan el Bautista, alejado de la ciudad, célibe y muy austero, pero con una influencia social tan poderosa que no podía ser subestimado por el rey y su corrupta esposa.

Al confrontar a los poderosos, era de esperar que los profetas experimentaran diversas formas de acoso y persecución. Jeremías fue tildado de traidor y apátrida. Amós fue menospreciado y amenazado. Elías recibió amenazas de muerte. A Eliseo lo ridiculizaron y le faltaron burlonamente al respeto. «Experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra».

Corona del precioso linaje de los profetas fue Jesús, el profeta por excelencia, quien también fue insultado, ridiculizado, rechazado por su familia, odiado, torturado y asesinado. Pero si las cosas son así para los profetas ¿por qué no callan de una vez? ¿Qué les impulsa a continuar con tan obstinada y peligrosa vocación? Es simplemente por la felicidad de saber que se hace lo correcto. Por la satisfacción del deber cumplido, la tranquilidad de haber advertido, iluminado y declarado lo que el Señor demanda. De esa bienaventuranza es de la que Jesús habló cuando expresó: «Dichosos serán ustedes cuando por mi causa la gente los insulte, los persiga y levante contra ustedes toda clase de calumnias. Alégrense y llénense de júbilo, porque les espera una gran recompensa en el cielo. Así también persiguieron a los profetas que los precedieron a ustedes».

Lejos de desalentarse, los profetas se consideran avalados y certificados cuando la persecución arrecia contra ellos. Los ataques y el odio se traducen en certeza de andar por el camino correcto. En lugar de desanimarse y retroceder, sonríen con esperanza.

Pero esa bienaventuranza no es solo para aquellos que poseen la vocación profética. Es también para el pueblo del Señor en general, cuando ese pueblo se atreve a expresar la palabra de Dios en su tiempo concreto. A eso es a lo que los teólogos le llaman el rol profético de la iglesia. Un rol al que todo el pueblo del Señor es llamado a participar y, por el cual, también recibirán burlas, odio y desprecio. Pero esa es justamente la alegría de los profetas: ser tenidos por dignos de la dicha del rechazo.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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Cristianismo Opinión

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