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Mario Vega: El fin del rey

¿Qué fue de aquellos 400 profetas falsos que anunciaron glorias para el rey? ¿Adónde se escondían avergonzados? Las amenazas y la prisión ahora eran nada para el profeta, pues el Señor había hecho justicia.

Por Mario Vega

El rey Acab marchó junto al rey de Judá a la batalla contra los sirios. En su mente aún resonaban las palabras de condenación del profeta Micaías, pero, queriendo burlar el destino, le propuso al rey de Judá: «Yo entraré a la batalla disfrazado, pero tú te pondrás tu ropaje real». La propuesta no pareció absurda al rey de Judá porque, según fuentes extrabíblicas, Acab era un guerrero notable y hacía sentido que entrara a la batalla vestido de soldado. Pero, en el fondo, lo que motivaba al rey era el temor a las palabras del profeta y la idea de que tal vez disfrazado lograra escapar de la sentencia divina.

Por su parte, los sirios querían terminar la batalla pronto. De manera que a los generales se les dio la siguiente orden: «No luchen contra nadie, grande o pequeño, salvo contra el rey de Israel». Los sirios sabían que eliminando al rey la batalla se decidiría a su favor. Cuando el enfrentamiento comenzó se enfocaron en el rey de Judá, pues era quien llevaba vestidos reales. Pero luego se dieron cuenta que no era Acab y dejaron de seguirlo.

Fue entonces cuando un soldado sirio anónimo, por una razón desconocida, disparó una flecha al azar. La flecha voló y fue directo a clavarse en el rey Acab, entre las junturas de su armadura. Los eventos que por su naturaleza parecen casuales, pueden ser parte de un plan divino premeditado en el que hasta los pequeños detalles se compaginan con un propósito. Aun lo fortuito se encuentra bajo el control de Dios. El usar minucias para abatir a los poderosos es una ironía que deja en evidencia la fragilidad de la fuerza y la insensatez de la vanidad humana. El soldado sirio que disparó la flecha nunca supo que había herido mortalmente al rey.

Ni el disfraz, ni la armadura, ni toda su astucia fue suficiente para que Acab pudiera escapar a su hado. Ya herido subió a su carro de guerra y dijo al que lo conducía: «Da la vuelta y sácame del campo de batalla, pues me han herido». La herida sangraba y la batalla arreciaba. El rey sabía que su ausencia desmoralizaría a la tropa, de manera que permaneció a un costado del campo, en pie sobre su carro.

La fatalidad se acercaba pues su sangre no dejaba de correr. El día avanzaba, la batalla se prolongaba y sus fuerzas declinaban. Quizá en esos angustiosos momentos recordó las sentencias que Dios había hablado por sus profetas. Pasaron por su mente todas las veces que las había ignorado tratando de convencerse de estar en lo correcto. Ahora, en la soledad más real e inevitable, ninguna satisfacción le causaba la parcela de Nabot, a quien injustamente asesinó para arrebatársela. Hoy que la sangre corría caliente por su cuerpo y se sentía desvanecer, ninguno de los placeres reales parecía haber valido la pena. Al caer la tarde ya no pudo más y su mirada se nubló. Ahora estaba de frente a la verdad. El rey murió.

Los soldados tomaron su cuerpo y lo llevaron de regreso a la ciudad. Allí lo sepultaron de inmediato, conforme a la tradición judía. Mientras tanto, «lavaron el carro en un estanque de Samaria, donde se bañaban las prostitutas, y los perros lamieron la sangre, tal como lo había declarado la palabra del Señor». El rey que despreció la sangre de un inocente ahora terminaba con su propia sangre siendo lamida por los canes en la cloaca más vil de la ciudad.

No lejos de allí, aun en prisión, Micaías era vindicado por los acontecimientos. Había declarado la verdad sin rendirse ante el rey ni ante la mayoría. El tiempo estaba de su lado y ahora le daba la razón. ¿Qué fue de aquellos 400 profetas falsos que anunciaron glorias para el rey? ¿Adónde se escondían avergonzados? Las amenazas y la prisión ahora eran nada para el profeta, pues el Señor había hecho justicia. Micaías seguiría hablando la verdad, porque los reyes pasan, pero los profetas permanecen. Seguiría profetizando seguro de que Dios hablaba por su boca. Esta es la clase de profetas que el pueblo de Dios necesita, que necesita hoy.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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Cristianismo Opinión

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