El rey Acab se había salido con su capricho. Echando mano del control que tenía sobre los jueces había logrado la condena de Nabot. No solo se había desecho del legítimo propietario del viñedo que deseaba, sino que, apoyándose en unos sinvergüenzas, lo había presentado como criminal convicto. Las confiscaciones estaban prohibidas totalmente en Israel, pero si una persona era catalogada como criminal, el rey podía ejercer la prerrogativa de confiscar sus bienes. El plan había sido sagaz, pero cruel y malévolo. Mientras esto sucedía, el Señor lo observaba todo y no para quedarse de brazos cruzados.
El rey fue a tomar posesión del viñedo que tanto había codiciado. Pero justo en ese momento el Señor le habló a su siervo, el profeta Elías. Él debía entregar al rey un mensaje condenatorio y muy duro: «Así dice el Señor. ¿No has asesinado a un hombre, y encima te has adueñado de su propiedad? ¡En el mismo lugar donde los perros lamieron la sangre de Nabot, lamerán también tu propia sangre!».
Los tiempos que se vivían eran difíciles para quienes permanecían fieles al Señor. El culto a Dios estaba siendo desplazado por el de Baal y el pueblo se encontraba confuso sin saber quién era el verdadero Dios. El rey había desatado una campaña de exterminio en contra de los profetas del Señor y los pocos que habían escapado se escondían en cuevas. El mismo Elías había recibido amenazas de muerte directamente de la reina; pero ahora el Señor le ordenaba ir ante el rey con un mensaje contundente de condenación. Nunca fue fácil ser profeta del Señor. Se requiere valentía para ser leales a Dios antes que a los hombres. Se necesita una espiritualidad profundamente comprometida, a la que no le preocupe ser tachada de rebeldía o de política. Una espiritualidad que recupere la fuerza transformadora de la fe en su dimensión profética y reivindicativa de la dignidad humana, de la justicia y de la paz.
Cuando el rey escuchó las severas palabras del profeta Elías le respondió: «¡Mi enemigo!». ¡Cuán equivocado estaba el rey! No era capaz de comprender que las motivaciones de Elías no tenían nada que ver con alguna enemistad. Los reyes están tan obsesionados con el poder que todo lo entienden en términos de adversarios y opositores. Pero en las palabras del profeta no había nada personal, sino la convicción y necesidad ética de defender la dignidad de los pequeños. Se trataba de una espiritualidad comprometida que luchaba, sin partidismos, por erradicar la corrupción, la crueldad y el asesinato de inocentes. Una fe que se negaba a mantenerse oculta e individualista, pero se esforzaba por un compromiso claro con las exigencias del amor y la verdad.
«—Sí—contestó Elías—, te he encontrado porque te has vendido para hacer lo que ofende al Señor, quien ahora te dice: “Voy a enviarte una desgracia. Acabaré contigo, y de tus descendientes en Israel exterminaré hasta el último varón, esclavo o libre. También a tus familiares que mueran en la ciudad se los comerán los perros, y a los que mueran en el campo se los comerán las aves del cielo”». Dios devolvería al rey lo que había hecho: de la manera en que había despreciado la vida de un inocente, sería despreciado él y sus descendientes. La condenación también alcanzaba a su esposa: «En cuanto a Jezabel, el Señor dice: “Los perros se la comerán junto al muro de Jezrel”».
Es evidente que el favor del Señor está del lado de los vulnerables y en contra de los abusadores. En esa lógica actúan y se expresan los profetas. No abundan aquellos a quienes Dios usa para hablar con tal contundencia y severidad. Pero a los pocos que se tienen, hay que escucharlos con mayor atención. Sus palabras, aunque disonantes para el mundo, son verdadera luz y ánimo. Luz para el discernimiento espiritual y ánimo para construir una espiritualidad integrada al compromiso cristiano por la igualdad y la justicia. Sin ellas la fe no sería nada más que una impostura o una soberana cobardía. La palabra profética es capaz de producir los resultados más inusitados. Esto se vería pronto en la experiencia del rey Acab.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.