Acab fue un rey poderoso, pero malo. Poderoso porque logró establecer un programa político exitoso para contrarrestar la amenaza expansionista de los arameos. Pero malo porque así se les llama a aquellos reyes que desobedecieron a la voluntad de Dios. Acab reinó sobre Israel durante el segundo cuarto del siglo IX a.C. y dedicó bastante esfuerzo a exterminar el culto al Señor para sustituirlo por el de Baal. Fue un antagonista del profeta Elías, quien luchó arduamente por restablecer el culto al Señor.
En una ocasión, observó que cerca de su palacio había una viña que podía utilizar para plantar legumbres. Averiguó el nombre del propietario y resultó ser alguien que se llamaba Nabot. Entonces el rey le dijo: “Dame tu viña para un huerto de legumbres, porque está cercana a mi casa, y yo te daré por ella otra viña mejor que esta; o si mejor te pareciere, te pagaré su valor en dinero” (1 Reyes 21:2). Pero para Nabot la sola idea de vender o intercambiar su herencia le resultaba inconcebible. Él le respondió: “¡El Señor me libre de venderle a su majestad lo que heredé de mis antepasados!”.
Para Nabot las cosas iban mucho más allá de lo puramente económico. En la concepción hebrea la tierra pertenecía al Señor y no podía ser traspasada a perpetuidad. Cada tribu y clan había recibido una porción de tierra específica. El uso y dominio de ella debía ser trasladada de una generación a otra dentro de la misma familia. La viña tenía un valor espiritual y familiar. Era la identidad misma del clan y no podía ser vendida ni permutada. El rey Acab solo había pensado en la conveniencia de ampliar su jardín con un sentido práctico y estético. Pero no había tomado en cuenta que los valores no solo son utilitarios y que no todas las personas estiman con los mismos criterios. Para Nabot la ponderación de la propiedad estaba íntimamente relacionada con la identidad y honra familiar. No podía estar a la venta.
“Entonces Acab regresó a su casa enojado y de mal humor por la respuesta de Nabot, y se acostó de cara a la pared y no quiso comer”. Su capricho de no querer comer por no poder satisfacer su deseo demostraba que no sabía cómo regular y expresar adecuadamente sus emociones. Éstas surgían de manera espontánea provocándole perder el dominio de sí mismo y dificultándole el pensar antes de actuar y prever las consecuencias de su conducta. Ese conjunto de elementos le imposibilitaba actuar de acuerdo con las normas establecidas y atinentes a las personas adultas.
Pero el problema principal con Acab no era solo que fuera un adulto caprichoso, sino que como rey detentaba el poder. Ahora estaba enfrentando una situación con la cual se sentía frustrado y enojado. Con tanto poder concentrado en su persona la combinación resultaba explosiva y peligrosa.
Para evitar abusos, muchos años antes, el profeta Samuel había advertido sobre la inconveniencia de que los reyes hicieran uso de su poder para confiscar propiedades que pertenecían a familias y clanes. La confiscación pasa por alto las consideraciones humanas, que al final son las que le dan valor a las cosas, para actuar sobre la base de conveniencias inmediatas o, en este caso, egoístas. El valor familiar, histórico, cultural o simbólico de las propiedades, o el simple arraigo, no pueden ser monetizados. Y son precisamente esos aspectos los que el poder suele pasar por alto.
De antemano, aun antes de que hubiera reyes, Dios había condenado las confiscaciones por ser deshumanizadas.
La ley de Moisés limitaba el ejercicio del poder a la protección de lo que hoy llamamos derechos humanos. Pero el rey Acab se había enfocado en eliminar el culto al Señor junto con sus preceptos. La combinación de todos esos elementos creaba las condiciones para el abuso. Cuando existe un alejamiento de Dios y sus normas es muy fácil colocar el gusto personal por arriba de todas las consideraciones espirituales y humanitarias. El rey estaba encaprichado y solo faltaba un pequeño detonante para desatar una tragedia. Lastimosamente, eso es lo que sucedería.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.