Hace poco leí en un periódico centroamericano el comentario de un lector que, más o menos, decía: Habría que eliminar toda clase de religiones del mundo: son una peste. Imagino que ese pobre señor habría tenido experiencias frustrantes con algún ministro religioso. Las experiencias negativas dejan huella, a veces indeleble.
La religión es una de las fuerzas más poderosas que experimenta el ser humano. Basta leer a algún psicólogo de peso como Víctor Frankl, Erick Fromm, Abraham Maslow para convenceré de ello. Mis respetos a los ateos honestos que no han logrado descubrir la fuerza humanizante de la religión.
Que la historia de la humanidad esté salpicada de aberraciones religiosas no es excusa para querer tirar el niño junto con el agua sucia. Dice el refrán: Más ruido hace el árbol que cae que el bosque que crece. Es penoso y humillante constatar cuánto abuso se ha hecho bajo el cobijo de una religión deformada.
“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser.” (Mateo 22, 37-39). Este mandato es el corazón de toda actitud religiosa auténtica. No se trata de costumbres, tradiciones, prácticas, mandamientos. Es asunto del corazón. Se trata de amar. Una experiencia religiosa interpersonal entre Dios y yo.
La religión no se impone. Es una invitación venida de un Padre amoroso hacia sus hijos que somos todos los seres humanos. Invitación a la que respondemos libremente Si la aceptaos, ganamos: si la rechazamos, perdemos. La ganancia o pérdida no van en la dimensión de bienes materiales o prestigio social o temor a represalias divinas o seguro contra accidentes o simplemente costumbre.
Una experiencia religiosa legítima eleva la calidad de la persona humana haciéndola crecer en los grandes valores como la solidaridad con nuestros hermanos en desgracia, la alegría profunda, la paz del alma. Allí se encuentra el legítimo sentido de la vida: la capacidad de amar sin distingos.
Ha habido y continúa habiendo hombres y mujeres que han desarrollado una relación con Dios tan fuerte que, con su sola presencia, impactan positivamente a quienes los rodean. En la iglesia católica los llamamos santos. Se encuentra también en todas las religiones. Basta mencionar a Mahatma Gandhi. Ellos y ellas son el legítimo tesoro de la humanidad.
Experimentar el amor de Dios y la consiguiente necesidad de ser agradecidos con él y celebrar esa estrecha relación amorosa nos empuja a la alabanza gozosa. Saber que el Señor está muy dentro de nuestro corazón y nos cuida con cariño paternal es la fuerza más poderosa para luchar contra el mal, tanto en nuestro corazón como a nuestro alrededor.
Una vivencia religiosa sólida nos hace fuertes, agradecidos, con una visión positiva aún en las desviaciones más penosas del mundo o de nuestro microcosmos existencial. Es la convicción de que el mal no tiene la última palabra, de que Dios es el Señor de la historia.
Invitar a Dios a nuestra vida será la opción más sensata y saludable que podamos hacer.
Sacerdote salesiano.