Las iglesias evangélicas surgieron en El Salvador como una minoría religiosa sin garantías de protección jurídica. Los primeros misioneros comprendieron las nuevas condiciones políticas, a partir de la instauración de los gobiernos llamados “liberales”, y las aprovecharon para incursionar en la sociedad. Culturalmente eran una curiosidad y tuvieron que luchar por ser tolerados y aceptados. El camino fue lento y arduo y eso imprimió en los evangélicos una percepción de incomprensión social que los hizo distanciarse. A eso se sumaron los acontecimientos de 1932, en los cuales los evangélicos resultaron también reprimidos, que les hizo reafirmar una actitud de autoprotección que perduraría por las siguientes décadas.
Por mucho tiempo las iglesias se enfocaron en su misión evangelizadora de manera bastante exclusiva, lo cual, modeló su teología y práctica de vida. Las nuevas generaciones de creyentes heredaron un cristianismo enfocado en almas desnudas y completamente desatendido de su entorno. Su énfasis en la evangelización fue exitoso y, por lo mismo, comenzaron a crecer numéricamente. La presencia evangélica se propagó y alcanzó ámbitos como el de las comunicaciones y la educación. Paralelamente, la reflexión teológica interdisciplinaria le llevó a replantearse su misión de manera más integral. Como resultado de esas reflexiones, las iglesias comenzaron a comprender que no solo debían preocuparse por las almas de las personas sino también por las condiciones en que esas personas vivían.
Un primer paso en esa dirección fue el surgimiento de esfuerzos de carácter humanitario. Se comenzó con pequeñas iniciativas de iglesias locales y, luego, se pasó a proyectos de gran envergadura de organizaciones de desarrollo de inspiración cristiana. Con ello, se logró auxiliar a millares de beneficiarios. Pero muy pronto las iglesias comprendieron que las acciones humanitarias, aunque necesarias, solo atendían las consecuencias y no las causas de las condiciones infrahumanas que las personas padecían. Al asumir con seriedad la búsqueda de una solución realista, inevitablemente tuvieron que considerar los aspectos sociales y económicos de las desigualdades. Estos están relacionados con la manera como se ejerce el poder y el gobierno. En consecuencia, las iglesias se vieron frente a un nuevo desafío: las estructuras sociales solo pueden ser modificadas por medio de la acción política.
Mientras que las iglesias poseen total acuerdo en relación con su responsabilidad humanitaria y filantrópica, no se muestran tan seguras con respecto a la acción política. En esto hace mucho contrapeso, por una parte, la tradición teológica aislacionista que se describió anteriormente y, por otra, la reducción de la política al aspecto puramente partidario y electoral, que supone sus consabidos vicios. Pero la política es una realidad mucho más amplia y la fortaleza de las iglesias reside, precisamente, en su habilidad para mantenerse distantes de las posturas partidarias pero muy comprometidas con la incidencia en la toma de decisiones que repercuten en la vida de millones de personas, incluidas los miembros de las iglesias. El abordaje de la praxis política debe hacerse sin hacer de ella un fin último como tampoco la búsqueda de intereses propios. El propósito es convertirla en un instrumento de servicio para construir y acercar los valores del reino de Dios.
No es, entonces, otra cosa más que evangelizar en una dimensión social. Es llamar al arrepentimiento a aquellos que construyen, sustentan o alientan las estructuras pecaminosas de injusticia. Como toda evangelización, posee dos aspectos: el de la confrontación y el de la propuesta. Se debe confrontar a las personas, movimientos, partidos políticos y sectores sociales y económicos con la verdad evangélica de verdad, justicia, amor y reconciliación. Pero también se deben ofrecer propuestas para construir condiciones más humanas y solidarias. Propuestas que trascienden el campo religioso para echar mano de disciplinas como la economía, la sociología, la educación, la salud.
Para lograrlo se necesita desarrollar una capacidad para la construcción de consensos, alianzas y propuestas que den solución a la problemática social en sus diferentes dimensiones. Eso implica la necesidad de que las iglesias se vuelquen a una relación social intensa, revirtiendo la actitud aislacionista que las ha caracterizado por casi un siglo. Abrirse a llevar las buenas nuevas a todos los ámbitos, incluido el de la incidencia política no partidaria, y sembrar, así, la esperanza que se necesita.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.