Hay desiertos y desiertos. La imagen clásica de desierto deja ver un panorama desolado donde la poca vida que allí se da está sometida a limitaciones casi insuperables Otros desiertos los viven los humanos: vidas afectadas por limitaciones dolorosas como enfermedades biológicas, psicológicas o morales.
La propaganda del mundo nos pinta vidas felices, sobre todo si abunda el dinero. Una visión engañosa y mezquina de la felicidad. Esos súper ricos despiertan la envidia de quienes andamos escasos de recursos económicos. La abundancia de bienes materiales no garantiza la felicidad.
De Jesús dice el evangelio que no tenía dónde reclinar su cabeza. Su vivir en la tierra no se orientaba por la vida fácil, sino que era una vida sacrificada: andar de pueblo en pueblo dedicado al anuncio de la buena noticia de la salvación. Y su final fue lo más indeseable que se puede pensar: condenado como malhechor, torturado hasta morir con una muerte humillante.
Jesús inauguró su vida pública con el bautismo y su retiro de cuarenta días en un desierto. Allí fue tentado duramente por el demonio, que lo quería encandilar con una vida de triunfo político económico y brillante según los criterios sociales. Jesús vence al demonio a base de ayuno y oración. De allí saldrá fortalecido para emprender la dura tarea de anunciar el Reino de Dios como salvación para todos.
Esa es la propuesta extraña que Jesús ofrece a sus seguidores: “He venido para que ustedes tengan vida, una vida abundante”. Una vida que va por derroteros muy diferentes a los que promueve la cultura mundana. La realización humana no se encuentra ni en la fama ni en el dinero ni en placeres nocivos.
Somos radicalmente pecadores. Las raíces del pecado vienen desde Adán y Eva. Esa tendencia a dejarnos encandilar por el mal y su disfraz atractivo. La propuesta de Jesús va en línea opuesta: renuncia a mal, seguimiento de Jesús y su propuesta de los valores evangélicos. Con la fuerza de su Espíritu seremos capaces de vivir en sintonía con una vida como la suya.
Mientras el pecado destruye y esclaviza, la vivencia de los valores del evangelio nos hace libres y constructores de comunidad. La comunidad de los discípulos de Jesús a la que pertenecemos por la gracia del bautismo Para que el pecado pierda fuerza en nuestra vida y la vida de Dios eche raíces en nuestro corazón, es preciso que emprendamos el fatigoso camino de desierto que consiste en luchar contra el demonio y dejarnos guiar por la fuerza del Espíritu.
El demonio no es una figura mitológica, sino una realidad nociva que intenta destruirnos, como quiso destruir a Jesús.
Nos toca luchar contra él armados con las armas de la fe y de la gracia. A ejemplo de Jesús, podemos ahuyentar ese espíritu maligno envidioso de nuestra condición de hijos de Dios. Para ello debemos asumir con valentía la batalla contra la tentación que nos asedia día a día En cierta forma nuestra vida es un campo de batalla en un desierto que, de la mano de Jesús, podemos resultar vencedores.
Sacerdote salesiano.