Han transcurrido unos días desde que se desatara la polémica por el inesperado traslado de inmigrantes venezolanos a la localidad de Martha’s Vineyard, en el estado de Massachusetts. Pero el tan comentado suceso sigue trayendo cola y da mucho que pensar sobre actos políticos que colindan con el comportamiento humano más retorcido.
Resulta ser que el pasado 14 de septiembre llegó al idílico pueblo costero una cincuentena de migrantes venezolanos que había cruzado la frontera sur con México tras una travesía por parte de Centroamérica. El grupo huía de la pobreza y el despotismo del régimen de Nicolás Maduro y su anhelo era sumarse a la diáspora venezolana que se ha establecido en diferentes partes de Estados Unidos, principalmente en la Florida.
Tal y como muchos de ellos les relataron a los medios, una señora que dijo llamarse ‘Perla” se presentó en el centro de refugiados donde se hallaban, en San Antonio, después de iniciar su proceso de petición de asilo. La desconocida los convenció de que abordaran un avión después de hacerles una serie de promesas que al parecer acabó por ser una engañifa. Poco después el propio gobernador de la Florida, Ron DeSantis, declaró que era el responsable de haber pagado con fondos estatales dos vuelos para que dichos inmigrantes acabaran en un enclave demócrata del noreste y no en su estado, donde los “inmigrantes ilegales” no son bienvenidos. En medio de la confusión y peticiones de que se esclarezcan los hechos, algunos de los migrantes ya han entablado demandas contra el gobernador por un presunto “plan fraudulento y discriminatorio” para reubicarlos.
En realidad todo inmigrante que cruza la frontera y comienza una tramitación de asilo (que puede ser concedido o denegado posteriormente por una corte de inmigración), sí tiene un estatus y derechos que, al menos en principio, debería ampararlo de acciones arbitrarias y de dudosa legalidad y jurisprudencia como las que se otorgó DeSantis. Se trata de una maniobra de gobernadores republicanos que encabeza Greg Abbot en Texas, con la intención de darles “una lección” a sus homólogos en estados demócratas, donde hay políticas de acogida a los migrantes que llegan a los Estados Unidos.
Es evidente que los cincuenta migrantes venezolanos, así como otros migrantes que “seleccionan” los gobernadores del ala dura republicana para montarlos en autobuses y dejarlos a la buena de Dios en el portal de Belén de los llamados “santuarios” demócratas, son simples armas arrojadizas de un muro a otro del espectro político. Víctimas no tan colaterales de la “guerra cultural” que se libra en un país profundamente dividido y con diferencias que parecen irreconciliables.
Los expertos en leyes constitucionales y migratorias podrán analizar ad nauseum estas maniobras electoralistas; igualmente, en las filas demócratas y republicanas podrán reprocharse mutuamente por qué nadie ha logrado sacar adelante una muy necesitada reforma migratoria integral. Pero lo que quedará escrito para la posteridad (ese futurible que tanto seduce al ego de los políticos) es la falta de humanidad que encierra este juego con seres de carne y hueso para “castigar” al adversario y obtener réditos en las urnas.
El populismo de cualquier signo obedece y alimenta los instintos más bajos de los individuos. Cuando en tono sarcástico un político (y sus seguidores) cree verle la gracia a dejar a su suerte a unas personas indefensas y desorientadas para escarnio de sus oponentes, lo que queda al descubierto es una ruindad del alma. Y eso, se mire como se mire, no tiene maldita la gracia.
En medio de estos episodios de gobernadores que fletan a su antojo a migrantes como si fueran desechos, lo más lamentable son los “compañeros de viaje” que algún día fueron también migrantes o exiliados que huían de la miseria, dictaduras o de la violencia en sus países y hoy no se reconocen en el espejo. Decir que en la Florida ya no hay cabida para más migrantes y quedarse tan anchos. Admitir que hay unos migrantes con más derechos que otros. Que, en efecto, hay castas entre los que vinieron hace mucho, después y ahora mismo. Pertenecer a la cofradía de “el último, que cierre la puerta”.
No hay nada peor que la sumisión del converso que, como en la famosa canción de los Rolling Stones, abraza la simpatía por el diablo. Esa mancha también quedará para la posteridad. [©FIRMAS PRESS]
Escritora y periodista/*Twitter: ginamontaner