Hace casi tres años que estalló la pandemia de covid-19 y en la mayor parte del mundo se han levantado las duras restricciones que fueron necesarias para mitigar y contener el mortal virus. Aunque todavía hay contagios y se producen muertes, sobre todo entre la población mayor de 65 años, puede decirse que se ha retornado a la normalidad al pasar de una situación de pandemia a una de endemia.
Sin embargo, ante el aumento considerable de casos, en China el gobierno decidió volver a imponer el aislamiento en las grandes ciudades y regiones que se han visto más afectadas. Desde la propagación del virus, cuyo origen se radicó en Wuhan, el régimen de Xi Jingping no dudó en tomar medidas draconianas, dentro de la línea de un modelo político que no tiene en cuenta los derechos humanos y aplasta sin miramientos cualquier asomo de libertad de expresión.
Es cierto que el grado de transmisión en la nación asiática llegó a alcanzar proporciones alarmantes que requerían medidas urgentes, pero mientras en las sociedades abiertas se procuraba encontrar el equilibrio entre las necesidades de carácter sanitario y la autonomía de los ciudadanos, los chinos sufrían encierros forzosos, eran movilizados sin su consentimiento y se prohibía la información libre de lo que estaba aconteciendo en los hospitales y la dimensión de la catástrofe.
Bajo el sistema comunista chino (que hoy en día ha pasado a ser una dictadura con capitalismo controlado desde el Estado) las protestas son ilegales y la censura de lo que circula en Internet es férrea. Por ello, las manifestaciones que se han producido en las últimas semanas en contra de las severas restricciones han causado sorpresa, y también optimismo, dentro y fuera de China. Los jóvenes han salido a las calles para expresar su rechazo a la política de “cero tolerancia” contra el Covid-19 a costa de sacrificar una vez más a la población. Y lo han hecho con el coraje que implica hacerlo en un país donde disentir puede acarrear largos años de cárcel o hasta desaparecer.
Casi siempre hay un acontecimiento que colma la paciencia de quienes viven subyugados. Una mecha que incendia las voluntades adormecidas. En esta ocasión, precisamente fue un fuego en un edificio en la región de Xinjiang, cuyos residentes al parecer estaban bajo un encierro prolongado a causa de infecciones por el coronavirus. El trágico suceso, en el que murieron al menos diez personas, provocó una ola de indignación que ha ido más allá de la crítica por la política anti Covid-19.
Las mujeres y hombres que se han atrevido a manifestarse (las cuartillas blancas que exhiben se han convertido en símbolo de la falta de libertad) también exigen democracia y que haya libre información en las plataformas digitales. Hasta ahora no se ha producido la represión feroz que se desató en 1989 y culminó con la matanza en la Plaza de Tiananmen, pero es inevitable tener en mente aquel momento histórico en el que otros jóvenes arriesgaron sus vidas en defensa de un cambio que, lamentablemente, hasta ahora no se ha conseguido. En todo caso, el poder de Xi Jingping se ha consolidado y su propósito es el del continuismo en lo que respecta a silenciar a la oposición democrática.
A raíz de estas protestas, desde su exilio en Portugal el artista y disidente Ai Weiwei ha dicho que ve muy poco probable que con ellas se logre tumbar al actual régimen. No le faltan razones para ser escéptico, ya que ha sufrido en carne propia el presidio político y la persecución. Según el célebre artista plástico, los jóvenes que han tomado las calles no tienen una “clara agenda política” por lo que, a su juicio, será fácil desarticularlos. Weiwei considera que en el país no se han dado las condiciones para desencadenar el cambio.
Seguramente su pronóstico es acertado. Una población maniatada poco puede hacer frente a una colosal fuerza represiva. No obstante, lejos de sacar tanques y matar indiscriminadamente (algo que en el pasado han hecho sin titubeos), el gobierno ha relajado las restricciones sanitarias. O sea, todo un triunfo para los manifestantes y una señal de (pragmática) debilidad por parte de un régimen que en estos momentos calibra el hartazgo de una población que comienza a expresar “cero tolerancia” ante tanto abuso de poder.
Acabar con las dictaduras de cualquier signo es una empresa épica y en el camino muchos se dejan la vida. Es posible que Xi Jingping y sus hombres sigan al frente, pero hoy mandan un poco menos que ayer. Está claro que ninguna protesta es en balde. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner