El pasado domingo se llevó a cabo un plebiscito para preguntar a los chilenos si estaban de acuerdo con el texto de la nueva Constitución política, propuesta a los ciudadanos para sustituir la anterior.
El resultado fue que el 62% no estaba de acuerdo con la nueva Carta Magna. Como la pregunta era si se aprobaba o no el nuevo texto en su totalidad, en realidad después del resultado es imposible saber a ciencia cierta qué artículos no eran aceptados y cuales sí por los votantes. Del mismo modo que si el resultado hubiera sido el contrario, nadie sabría en cuáles propuestas y en qué medida la gente estaba de acuerdo con lo redactado por los miembros de la Convención Constitucional.
Esa recusación, naturalmente, tiene diferentes lecturas. Una de ellas es que la propuesta carecía de consenso social; una “explicación” que -dicho sea de paso- explica más bien poco, pues vendría a mostrar que sí hay consenso, pero el contrario: la gente no quería el nuevo texto; otra es que el ambiente político polarizado, instalado en Chile después de la elección del presidente Boric, ha pasado factura a los constituyentes y su proyecto; una tercera lectura va por la línea de que la mayoría del pueblo chileno es, simplemente, más conservador que progresista, y que por eso algunas propuestas de nuevos derechos chocaron con la idea de la gente acerca de los valores que deberían vivirse en la sociedad chilena.
No faltan quienes dicen que la “culpa” del rechazo la tiene el haber hecho de la Constitución un canasto de sastre, en el que la mezcolanza de materias conflictivas (socialmente hablando): aborto, el tratamiento legal de los pueblos originarios, imposición de planteamientos de género y preferencias sexuales, plurinacionalidad dentro de una misma nación, acceso paritario obligatorio de hombres y mujeres en puestos de empleo público, etc.; hizo que el conjunto no fuera aprobado la mayoría de los votantes.
Hay analistas que señalan que el hecho de que el presidente Boric se involucrara personalmente en la campaña a favor de la aceptación del nuevo texto hizo que el foco del debate fuera la persona del presidente (un “blanco” fácil sobre el que tirar los dardos) y no un texto de muchas páginas y artículos de difícil lectura debido a su farragosa redacción.
Todo sumado, parece ser que, en realidad, la principal razón del “fracaso” es que el texto fue redactado tomando muy poco en cuenta a la gente. Empezando porque los miembros de la Convención Constitucional son legisladores independientes en su mayoría y pocos pertenecientes a partidos políticos (que es el cauce normal de representatividad en una democracia), y terminando porque la gente percibía un cierto tufillo de arrogancia en ellos, de una“superioridad” del tipo “nosotros le vamos a decir a la Nación cómo debería ser la sociedad”…
Una actitud que se refleja en algunas columnas de opinión posteriores al referéndum. Como la que, por ejemplo, escribe Pablo Ortúzar explicando las razones del triunfo del no: “Triunfó la dignidad de no aceptar algo mal hecho. Triunfó el deseo de una patria grande, donde quepamos todos, en vez de la covacha militante que nos impusieron. Triunfó un país que no quería ser inventado nuevamente por ustedes, ni picado en pedacitos. Triunfó el aprecio por el decoro público. ¿Qué es la dignidad sino negarse a ser tratado con la punta del pie?”.
Todo sumado, uno puede comprender mejor que lo que sucedió el pasado domingo es que “Chile eligió una nueva oportunidad para hacer las cosas bien. Para quererse y tomarse en serio como país”; porque entendió que diseñar una nación desde un gabinete ideologizado, sin tomar en cuenta a la gente, sin mirar la realidad “real” ni los valores populares no construye una nación, sino que más bien la deconstruye. Y los chilenos, conscientes de esto, se opusieron democráticamente al “experimento”.
Ingeniero/@carlosmayorare